Recuerdos de un vecino

Esta historia comienza con la llegada a nuestro de país de los abuelos de Ramón Piñero (74 – vecino de Belén de Escobar))  quienes, con la esperanza de integrarse a una nación pujante, dejaron atrás Italia y Portugal, para radicarse en Escobar y Pilar.
Ramón nació exactamente en el kilómetro 60, cerca del río Luján. Para sorpresa de quienes lo conocen de adulto, fue un bebé pequeño de tan solo 1,20 kg. Nos cuenta que gracias a su abuela, que lo masajeaba con alcohol todas las mañanas, pudo seguir adelante y convertirse en un niño saludable y fuerte.
Muy joven, a los 12 años, tuvo que salir a trabajar. La familia vivía del tambo y los recursos económicos escaseaban.  “Siempre conseguía algo, había trabajo, sobre todo en las quintas”, recuerda. En aquellos tiempos, Belén era una pequeña comarca con pocas calles asfaltadas: Asborno, Hipólito Irigoyen y Tapia. En palabras de Ramón, «todo lo demás era campo».
Esta situación, en la década del cincuenta, cambió radicalmente; el trabajo comenzó a escasear en la zona. Sin embargo, Ramón, aún adolescente, decidió tomar unas monedas, subirse solo a un colectivo por primera vez y emprender el viaje a las localidades de Vicente López y San Isidro, en busca del tan preciado empleo. Pronto consiguió un puesto en una tienda. Por entonces no existía la Panamericana y el único medio que circulaba era un pequeño micro Chevallier que atravesaba fatigosamente Carupá, San Isidro y Martínez, en viajes, más bien travesías, que duraban entre dos y tres horas.
Ya corría el año 1963, con 18 años obtuvo un empleo de cadete en una empresa de marcas y patentes en plena Capital Federal. Ramón rememora con una sonrisa en su rostro: “Me contrataron porque era alto y llegaba a los archivos y a estantes de elevada altura”. El cambio no le resultó fácil, puesto que le costó acostumbrarse a Buenos Aires, una ciudad que apenas conocía, y a los viajes eternos e incómodos. «Los trenes de ese entonces se diferenciaban sustancialmente de los actuales: eran seis vagones en los que se podía viajar en primera o segunda clase (con asientos tapizados y de madera, respectivamente) y algunos tenían compartimentos cerrados para seis personas» recuerda Ramón, y agrega que todos viajaban con boleto para evitar las multas y que para ahorrar dinero, compraban un abono mensual. Los viajes no eran demasiado cómodos precisamente porque el servicio comenzaba en San Pedro y al llegar a Escobar las formaciones ya estaban repletas de pasajeros. Pero en menos de una hora se llegaba sin transbordos a la Capital ‑¡en la actualidad se demora cerca de dos horas!‑. El trayecto se hacía relativamente rápido; sin embargo, se viajaba parado y, a menudo, junto a los vendedores de pescado fresco que, en ocasiones, por falta de espacio depositaban su mercadería en el baño del tren y la bajaban en cada estación para lavarla y así mantenerla fresca. Otra característica que destaca es la puntualidad del servicio y, con brillo en los ojos, añade: “En aquellos tiempos los vecinos de Escobar ajustábamos nuestros relojes cuando partía un tren”.
A pesar de estas impresiones, a Ramón le disgustaban estos recorridos poco placenteros y largos, y por esto decidió renunciar a su empleo. Sin embargo, la decisión se desvaneció rápidamente, tras recibir dos aguinaldos como premio de fin de año. Fue una oferta muy tentadora que no pudo rechazar y le hizo ver que valía la pena recorrer todos los días tantos kilómetros.
Con un temblor en la voz, también rememora la década del sesenta y setenta, y el llamado desastre del ferrocarril: los trenes llegaban solo a Villa Ballester, estación en la que había que transbordar para llegar a Retiro. La duración del recorrido se extendió a una hora y media, y las demoras y las cancelaciones por falta de luz o la rotura de las máquinas devinieron rutina. Los pasajeros viajaban cada vez peor, incluso muchos lo hacían sentados o parados sobre la locomotora o los mismos vagones. Para colmo comenzaron a haber continuos paros que se prolongaban por días y semanas.
Todo esto no lo detuvo, era cumplidor y nunca faltaba. “Si es necesario, vendrá a caballo”, bromeaban sus compañeros de trabajo. Las largas filas a las cinco o seis de la mañana, que se formaban al esperar el colectivo un día de paro ferroviario, el micro que pocas veces se detenía porque como dice Ramón “no entraba ni un alfiler de lleno que venía”, son otros malos recuerdos de esa época. A esto añade las inundaciones, en especial de la zona de Bancalari y Pacheco, cuyos caminos anegados solo se podían atravesar en tren.
Junto a estos, padeció otros viajes accidentados que no se relacionan exclusivamente con el ir y venir a la empresa. En una ocasión, fue invitado a una fiesta en la Capital. Abordó el tren a las 21 y antes de llegar a Bancalari “murió la máquina” y pasaron allí toda la noche, en pleno invierno y rodeados de pantanos.
A estas dificultades se les sumó otra: era habitual que al atravesar una villa de emergencia, chicos y adolescentes atacaran el convoy con piedras lanzadas con gomeras, que obligaba a los pasajeros a cerrar las ventanillas. Incluso una vez el tren fue blanco de varios tiros.
Ramón conserva recuerdos amargos de otros momentos. “En la época militar, sobre todo en Benavídez, solían hacer bajar a todos los pasajeros para pedir documentos. Un día venía leyendo una biblia con tapas rojas, que me había regalado una compañera de trabajo, lo que provocó que los militares me apuntaran con fusiles. Tras explicarles que solo era una biblia regalada, logré persuadirlos y se fueron”.
Finalmente, a los 59 años cansado de los interminables y accidentados viajes (¡y también de su jefe!), renunció y se acopló a la jubilación anticipada que se otorgaba en la era Menem.
Y como ustedes pueden imaginar, desde entonces nunca más volvió a la Capital.

El viejo Escobar

¿Qué extraña del viejo Escobar, Ramón?
Sin duda la seguridad, se podía caminar por la calle a cualquier hora, de día o de noche, nadie molestaba —responde sin titubear.
¿Qué otras cosas se le vienen a la memoria?
En mis años de juventud, iba a ver partidos de fútbol a la cancha del Club Sportivo; también eran imperdibles los bailes familiares sobre todo en Villa Vallier, donde conocí a mi esposa, otra escobarense, y los domingos era el día del cine. El paseo obligado era dar la vuelta a la plaza y comer en alguna fonda. Los carnavales eran muy concurridos y las primeras fiestas de flor, muy llamativas por la cantidad de gente que convocaban.
“No estábamos acostumbrados a las multitudes”, añade con algo de nostalgia y tal vez una pizca de melancolía.