Hacia una confluencia progresista y liberal

Por D. Luzuriaga (Belén de Escobar)

Corren tiempos en la República Argentina donde en la arena política se ha vuelto a proclamar –aunque de forma distorsionada – el concepto de liberalismo. Seguramente existirán expertos mucho más versados que este autor para desmenuzar ideas e historia del pensamiento que suele denominarse “liberal”; considerando que las valoraciones sobre el término distan de ser unánimes y más todavía en décadas recientes cuando sectores de la izquierda vocinglera gustan de adosar el prefijo “neo” a la palabra liberal, para sostener una muletilla descalificadora y evitarse el camino más arduo de la argumentación.

En tanto enfoque humanista, el Liberalismo puede ser comprendido en sus fundamentos y principios incluso sin mayor formación en filosofía, historia o economía, ya que es posible entender su esencia desde el raciocinio, en el plano de la convivencia, a través del ejercicio de oficios y profesiones; e incluso es posible captar los postulados liberales desde la más natural y sana intuición, a poco que se desee ejercer la libertad personal.

Es que, al situar como valor preeminente  a la Libertad de cada individuo –bien que inserto en sociedad- para vivir la vida según nuestro propio albedrío, estilo y decisiones, el planteamiento liberal difícilmente pueda perder vigencia o atractivo, toda vez que dicho enfoque parece encarnar los más preciados anhelos de cada persona humana: el alcanzar nuestras metas y poder cumplir con lo que cada ser autónomo se trace como su propio destino particular a lo largo de la existencia que nos ha tocado en suerte; fruto de la biología, o de los dioses –cualquiera sea nuestra cosmovisión- y destino apto para ser moldeado según nuestro personal designio por cada miembro de la Humanidad.

Sin dudas, la pugna entre las apetencias del individuo y los mandatos colectivos de una comunidad ha sido uno de los motores de la Historia y raíz de conflicto permanente. No obstante, la evolución de las sociedades ha ido ganando espacios para la libertad personal desde la Antigua Grecia y articulándose a partir de la Ilustración, hasta culminar en el modelo hoy predominante en el hemisferio occidental el cual se ha ido decantando, -a altísimo precio que se mide en millones de vidas- en favor de un modelo de democracia representativa instaurada por medio del sufragio, cuya sustentabilidad –de común amenazada- encuentra garantía en la división de poderes y la renovación periódica de autoridades; con derecho al libre tránsito, el libre comercio, la libre información y la libre expresión de ideas, todas ellas condiciones sine qua non para cualquier sistema que pretenda llamarse a sí mismo democrático y en donde la equiparación de oportunidades a través de una educación pública de calidad y de otros mecanismos institucionales debe asimismo jugar un papel primordial.

Autodenominados “progresistas” entre nuestro electorado  denuestan rutinariamente al liberalismo y se empeñan en reducir su honda filosofía a una doctrina económica despiadada en donde se preconiza un darwinismo feroz en que sobreviva apenas el más apto. Craso e interesado error, y prejuicio fomentado asimismo por dirigentes de pelaje diverso que se han proclamado “liberales” de la boca para afuera pero que en los hechos estuvieron lejos de  honrar tales postulados ya sea por haber servido a algún gobierno de facto, a los intereses de cierta corporación o a su ambición particular. Mientras que por estos días tampoco parece hacer gran favor a la causa liberal aquella prédica estridente de dos candidatos a diputados que se autotitulan liberales –a uno y otro lado de la Avda. Gral. Paz y con lista de candidatos propios en el municipio de Escobar- pero que con sus exabruptos e intemperancia se muestran lejanos al espíritu plural, flexible y conciliador que es dable exigir a un candidato que se declare portador del estandarte liberal.

Por distorsiones absurdas de la dialéctica se ha llegado al punto de  fabricar una falsa dicotomía que opone el credo del hoy llamado “progresismo” contra el ideario del ala “liberal”. Baste repasar a vuelo de pájaro una agenda atemporal que incluya los siguientes ítems: abolición de la esclavitud, libertad de trabajo y de contratación, voto universal, emancipación de la mujer, acceso a la anticoncepción, separación entre iglesia y estado, divorcio, libertad de cultos, libertad de prensa, sistema multipartidario, equiparación de derechos a minorías religiosas, étnicas o sexuales, uso recreativo de alcohol y otras sustancias, censura de contenidos artísticos; asuntos todos que podríamos incluir en dicho temario para comprobar que las posturas mayoritarias ante tales cuestiones sociales no difieren demasiado entre los llamados progresistas y los denominados liberales,  dado que ambos términos son en gran medida y en esencia intercambiables.

El principal desacuerdo entre los percibidos progresistas y los liberales declarados gira en torno  a sus distintas visiones sobre el tamaño y el rol que haya de cumplir el Estado dentro de una nación moderna. Existe un amplio rango de grados y dimensiones posibles para la injerencia estatal habida cuenta de la complejidad e interconexión de las áreas en cuestión, e inclusive entre liberales de cepa muchos de ellos seguramente admitirán que el Estado está llamado a cumplir cierto rol nada desdeñable en la administración de justicia, la seguridad, la paz social, la salud pública, la educación, la investigación científica, la protección del medio ambiente, el urbanismo y el transporte.

En este debate todavía lejos de saldarse poco contribuye a los intereses del credo liberal la irrupción en escena de cierta categoría de libertario furibundo que se declara dispuesto a atropellarte -así te desplaces en silla de ruedas- por la grave afrenta de no suscribir en un todo a sus libérrimas ideas. Con su reciente propuesta de “bala”,  el candidato bonaerense J.L. Espert termina por colocarse en las antípodas del liberalismo,  desde donde sobrepasa por el carril derecho a Bogie el Aceitoso.

Tan carente de sentido o de coherencia como –en sentido simétrico- las multitudes de pseudo-progresistas que suelen manifestarse regularmente en las calles de nuestro país a favor de los Derechos Humanos mientras toman como modelos de su utópica patria grande a añejas tiranías caribeñas de partido único y desfilan con pancartas de E. Guevara Lynch, confeso verdugo de centenares de presos políticos.

Por suscribir a los dictados de la lógica, por escudriñar críticamente en la Historia y por resistirse a ser arreados mediante la manipulación emocional es que los liberales genuinos suelen rechazar cualquier atisbo de mesianismo redentor, se niegan a entronizar a su circunstancial líder y se oponen a toda corriente política, ideológica o religiosa que pudiera exigirles una adhesión acrítica, ya que rechazan -de modo tan racional como visceral- la sumisión en cualquiera de sus formas.

Bastante comprobado queda hacia estas alturas que  en política los extremismos se tocan y que oponerse a cierto fanatismo para caer en su presunto opuesto no hace sino acentuar ambas posturas recalcitrantes, impidiendo cualquier matiz constructivo o punto de encuentro racional.

El liberalismo es por definición y por carácter una actitud de vida amable, elástica y receptiva hacia la diversidad, capaz de generar  un ambiente adecuado para la realización personal de cada integrante de la sociedad. Además de los antecedentes históricos ya apuntados cabe rastrear orígenes ancestrales de la filosofía liberal en las reflexiones de Confucio, en lo ecléctico del budismo, en el taoísmo con sus complementarios yin y yang; asimismo presente en la lógica aristotélica, donde se sostiene que la verdad, así como el bien y la belleza, tienden a situarse en torno a un virtuoso término medio.

Aquella versatilidad del ciudadano educado, informado e imbuido de un talante liberal es el factor que activará más temprano que tarde nuevos modos de decisión propios de una democracia directa que podrían ser perfectamente viables hoy mismo por obra y gracia de la comunicación digital, con redes institucionales que el Estado deberá facilitar al ciudadano, para que cada votante pueda decidir  sobre una agenda de temas cotidianos que atañen directamente a sus derechos y a su bienestar. Poderes concentrados, corporaciones y sectores reaccionarios de toda tendencia seguramente intenten demorar o sabotear este cambio en ciernes de democracia tecnológica y directa al servicio del ciudadano, tan contrario a la actual concepción absolutista y clientelar de la política entendida como un mundo de oscuros negocios reservados a una plutocracia dirigente.

Para consolidarse, es indispensable que la propuesta liberal en nuestro espectro político sepa tomar distancia de energúmenos espectaculares como los que hoy se postulan en su nombre para diferenciarse promoviendo un clima moderado, positivo y cordial, en la certeza de que  es posible conciliar el progreso colectivo con las infinitas formas de la Libertad individual.