Ceros y unos

 

Nuestro amigo y vecino de El Cazador, Ricardo Marcelo Román, presentó hace poco un cuento breve en el Concurso Itaú, en el cual participaron más de 4.000 cuentos en la categoría general y más de 2.000 en la categoría Sub-20. Aunque no pasó la etapa de selección, los comentarios del Jurado fueron más que positivos. “La premisa del cuento es muy atractiva, y el final, sorpresivo, aunque encaja bien con la lógica del relato” y “La búsqueda es interesante, sobre todo porque se trata de un género siempre difícil. La historia tiene interés y es original”  fueron dos comentarios vertidos por miembros del jurado integrado por importantes escritores, periodistas y gestores culturales de diferentes provincias de Argentina, Paraguay y Uruguay.

Compartimos con nuestros lectores este cuento verdaderamente atrapante:

La pequeña barra negra del cursor parpadeaba inmutable, vertical, constante, silenciosa. Su efecto hipnótico inevitablemente lo atraía con morbosa fascinación. Sus ideas y pensamientos debían empezar a reflejarse en la pantalla y en lugar de ello se mantenían invisibles tras el parapeto electrónico del insistente cursor. Ajena a cualquier emoción, la barrita titilaba y titilaba en el blanco fondo de una pantalla silenciosa. Nada. Fijaba su vista y pensaba con fuerza, pero la pantalla permanecía implacablemente vacía. No quería resignarse a aceptar su fracaso tan rápido.

Se acomodó en su silla, se irguió, tiró sus hombros para atrás, por un difuso reflejo pudo ver su rostro y vio que su cabello estaba desacomodado así que pasó su mano por su frente y se despejó el flequillo. Ese mismo flequillo que lo hacía ver tan… tan… ¿Cómo decirlo? Tan «cerebrito»… como lo llamaban a sus espaldas.

Por eso necesitaba que esto que estaba haciendo funcionara. Seguiría siendo «cerebrito» para todos ellos, pero su cerebro lo haría rico y famoso, mientras que todos ellos que se mofaban de él seguirían igual de tontos, pobres y desconocidos.

No estaba muy seguro qué prefería más, si la fama o el dinero. En el fondo estaba molesto con él mismo porque se daba cuenta que aunque quería esconder sus emociones todo lo que estaba haciendo y creando era producto de su necesidad de sobresalir, de mostrarle a los otros que era realmente capaz. Este era su mayor proyecto y se le iba su reputación en ello.

Se dio cuenta que estaba desenfocado y que debía volver a concentrarse y conectar con su experimento. Aunque para esta altura ya no podía hablar de experimentos. Se le había terminado el tiempo, el dinero y la paciencia de sus inversores. El fracaso significaba quedar fuera del radar de los mercados. Miró la pantalla nuevamente. Firmemente. Con determinación. Frunció el ceño y se concentró en que la dichosa pantalla dejara su imperturbable titilar y respondiera a lo que estaba pensando.

Por una milésima de segundo creyó ver que el cursor detenía su rítmico aparecer y desaparecer y que finalmente dispararía una línea de texto, pero fue sólo un minúsculo instante en el que pudo haber sido engañado por sus sentidos y por su deseo que algo finalmente suceda. Pero, nada.

De todos modos, su trabajo no se basaba en impresiones sino en hechos. Lo que correspondía era verificar lo sucedido y revisar sus cálculos y sus predicciones. Porque estaba todo lo que se podía considerar para obtener un resultado, pero ese resultado no se producía. Muchas cosas podían suceder por lo que no llegaba a su objetivo pero ya creía haber superado todos los escollos, las posibles interferencias. Y nada.

No podía permitirse el lujo de la frustración. Había demasiado en juego. Estaba ante el descubrimiento de una tecnología superadora que le daría dinero y poder.

Sin embargo, la caprichosa máquina no respondía. El parpadeo seguía marcando su ritmo sin importar cuánto él anhelara que la máquina respondiera según lo calculado.

Se levantó de su silla y fue por un café aunque al alejarse no perdía de vista la pantalla esperando un repentino cambio. Nada.

En todo el edificio no había nadie más. Todos se habían ido. Era tan profundo el silencio que cada movimiento producía un ruido notable, por eso se movía como si estuviera en una iglesia. Deseaba provocar un cambio en el vacío de pixels de la pantalla en blanco. Pero era una infantil manera de encarar su problema.

La máquina no respondía y no le encontraba la razón. También pensó en reiniciar todo el sistema y habilitar cada proceso paso a paso, pero le llevaría horas de verificación. Eran horas que no tenía.

Notó que casi no había probado su café y ya estaba frío.

Con resignación fue a servirse otra taza y mientras se levantaba masculló un «¡Maldita máquina!». Las primeras palabras que dijo desde que se había quedado solo en el edificio y había cargado el programa final. Estaba a medio camino de levantarse y esta vez al mirar el cursor, de modo inconfundible, se detuvo. Él también quedó a mitad de camino. Entrecerró sus ojos para hacer foco. Volvió a sentarse y el cursor permanecía en su posición visible y no desaparecía. Inmóvil, como expectante.

Podía ser una falla o podía ser que finalmente la máquina haría lo que estaba programada para hacer. Su orgullo interiormente le decía que se estaba ejecutando su programación según lo previsto. Con una sensación de profunda satisfacción, pensó: «Finalmente, los hombres dominarán las máquinas».

Y en ese preciso momento el cursor se desplazó y dio paso a las primeras letras, las primeras palabras que la máquina escribía conectada directamente con sus pensamientos. Las letras de la primera frase transmitida de un hombre a una máquina sin intervención de un mecanismo físico.

Ver esas letras generarse de la nada le produjeron una intensa emoción. Vio escrita la primera palabra: «Finalmente» y ya no pudo seguir leyendo porque todas las sensaciones, recuerdos y vivencias del mundo lo arrollaron. Orgullo, satisfacción. Horas y horas de esfuerzo, de trabas y menosprecio. Tanto odio de muchos que ahora se morderían sus palabras. Se le empañaron los ojos de lágrimas y no podía fijar la vista con precisión, aunque era inconfundible que allí estaban sus palabras. No sabía porqué, más tarde tendría tiempo de averiguarlo, se habían escrito esas y no otras y por suerte se había detenido allí y no había escrito la catarata de insultos que se agolparon en su mente con precisos destinatarios, colegas, jefes, inversores, familiares. Alegría, bronca, triunfo. Todo junto. No pudo evitar sollozar. Las lágrimas le impedían fijar la vista para leer esas palabras que lo representaban todo.

«Cerebrito» los había vencido. Ahora los tendría a todos comiendo de su mano. No se podía confiar en ninguno de ellos. No se podía confiar en las personas. Sus máquinas eran confiables. Todo se reducía a 0 y 1. Simple y a la vez extremadamente complejo. Y ahora, una nueva era se abría gracias a él. Se sentía cómodo con su logro. Se lo merecía. Podía saborear el éxito, los premios, el reconocimiento. Podía acostumbrarse a eso.

Una vez recuperado, sus ojos ya limpios de lágrimas y más calmo, sin la adrenalina golpeando furiosa como en el primer instante, volvió sus ojos otra vez a la pantalla para regodearse en ese primer pensamiento escrito. Se sentía como Armstrong pisando la Luna y mirando la huella de su humano pie en otro territorio estelar.

Sus ojos miraron el cursor titilante que tantas ansias le había despertado, otra vez listo y brillante para lo que viniera a continuación como un atleta en la línea de largada. Luego miró la frase que lo antecedía desde el principio, con fruición. Disfrutaba cada caracter escrito como si hubiera sido cincelado en el mejor mármol por la mano del mismísimo Miguel Ángel, hasta que algo detuvo sus auto alabanzas. Quedó perplejo y en un primer momento esbozó una sonrisa. A primera vista le parecía un gracioso problema de puntuación y también que por ser la primera vez habría algún error, como pasa aún hoy con los programas reconocedores de voz.

Pero, sintió algo más que un perturbador escalofrío cuando volvió a leer lo que la computadora había escrito en la pantalla:

«Finalmente, los hombres no dominarán. Las máquinas».