En torno de los libros: mitos, mentiras y ficciones (parte I)

Por D. Luzuriaga

Según ya es tradición, por estas semanas de abril y mayo se lleva a cabo la Feria Internacional del Libro en la Ciudad de Buenos Aires, donde la relevante industria presenta sus éxitos y novedades, se celebran encuentros a granel, disertan autores locales y extranjeros, en medio de una rara algarabía. La Feria es escaparate donde no pocos políticos declaman su compromiso con las letras y la cultura, antes de volver a la ordinariez habitual.

Recuerdo mi primera visita a una incipiente Feria del Libro con 19 años, era 1978 y se emplazaba en el Centro de Exposiciones sobre Av. Figueroa Alcorta, entre austeras lonas y tablones.  En esa ocasión, me traje Guitarra negra, los poemas de L.A. Spinetta, además de un cartel de Aniko Szabó, que ilustraba una esquina porteña. Y a dicho predio seguí concurriendo años sucesivos, en busca de textos para mi esparcimiento, investigación y enseñanza. De esas visitas, todavía conservo el dibujo del perro Mendieta que trazara en un instante R. Fontanarrosa con su marcador.

Incluso tras mi mudanza a Escobar y el traslado de la Feria a la Rural, he seguido asistiendo -y con cierta facilidad además, dado que el 60 te deja en la puerta. Como comprador, admito que soy un fiasco para los libreros. Si bien la lectura puede ser una de mis actividades principales, resulta harto improbable que yo vaya a comprar algún volumen nuevo; no lo atribuyan a tacañería, es que sencillamente detesto gastar mi dinero. Y no sólo por los precios de espanto de estos ejemplares en relación con mis actuales ingresos. También porque espera en mis estanterías toda una pila de libros físicos por leer, algunos que heredé de mis ancestros, intercambios con amigos, o que encontré a precio de ganga en una de usados que -tal como los bouquinistes a orillas del Sena- tampoco escasean en nuestra metrópolis. Locales de saldos con tomos de enésima mano que subsisten más allá de Cabildo o Corrientes y ejercen un influjo sobre ciertos lectores muy superior al de tantas ediciones flamantes. En Escobar es posible toparse con alguna pichincha en la venta Leo libros, sobre Ameghino a pasos de la estación; también en Acasusso sé de un reducto donde conseguir libros usados en varios idiomas a precios risibles. Desde España, mi amigo el Botti vuelve a preguntarme si tengo Kindle y yo me las sigo arreglando sin el artilugio.

Ante los medios y el público consumidor, la Feria del Libro suele anunciarse como “el mayor acontecimiento cultural del año”, disimulando un tanto el hecho de que se trata de una iniciativa comercial y una fuerte inversión monetaria por parte de compañías mayormente transnacionales, sin certeza de que la apuesta vaya a ser redituable, o será dinero perdido. Es fama que los costos del arrendamiento son astronómicos. Si bien todo negocio entraña riesgos, en nuestro país dichos azares se acrecientan a causa de la crónica inflación y las erráticas políticas de Estado, entre otros imponderables. No son tiempos fáciles para el libro, se diría que el emblemático objeto se enfrenta hoy con mayor competencia que nunca. A raíz de cierta relación de mi familia con editoriales como Losada, Sudamericana y Paidós siento estima hacia el oficio de los editores, aunque lejos de idealizarlos, decepcionado por el tedio tras una breve y lejana etapa como pasante en una de esas firmas y por conocer sus deficiencias y demoras a la hora de liquidar sus derechos a los autores. Ninguna de esas tres empresas es ya propiedad de sus familias fundadoras, Sudamericana fue engullida hace 25 años por el grupo Bertelsmann, que no dejó apenas opción a los descendientes sino vender la compañía fundada por don A. López Llausás, aquel catalán amigo de mi abuelo paterno y desde cuyo sello se irradió buena parte del llamado boom latinoamericano. A mis ojos, la industria editorial es hoy tan sensible a las letras y las ideas como sensible es el mundo de los marchantes a la estética y el arte; comprenderán a qué me refiero.

Falacia reiterada también -por parte de los organizadores de esta Feria- la rimbombante afirmación de que su evento sea el más democrático y diverso de los foros, casi un faro de “la Cultura”, cuando basta rememorar una serie de bochornosos episodios ocurridos años recientes en sus instalaciones y constatar que en su recinto se toleraron los desmanes de agresivos grupos que impidieron a determinados autores expresarse. En vano, estos popes del mundo editorial quisieran consignar al olvido aquel amago de censura ideológica contra M. Vargas Llosa, promovido por el sociólogo H. González desde su cargo  -“El bichito de la militancia me hace olvidar mi condición de funcionario” quiso justificarse el recordado director de la Biblioteca Nacional -; la presencia de una patota que saboteó la presentación del libro del periodista G. Noriega sobre la manipulación del Indec durante gobiernos K-; asimismo, el modo en que la Feria lejos estuvo de garantizar el uso de la palabra  a la doctora cubana Hilda Molina según lo programado y le permitió en cambio a una turba de simpatizantes castristas sentirse  a sus anchas para silenciarla  y bloquear su presentación en la Feria, al tiempo que E. de Carlotto le recomendaba a Molina que en Buenos Aires mejor se limitase a estar con sus nietos. Como también se recuerdan los abucheos e insultos que impidieron al entonces secretario de Cultura, P. Avelluto, dirigirse a la concurrencia. Y no faltaron -en la presente edición de la Feria – espectadores sin identificar que le gritaron “burro” al jefe de gobierno de Caba, J. Macri, durante su alocución días pasados.

Trinchera para ensayar pirotecnias de la política, la Feria acaba por ser un hervidero de conflictos, donde organizadores se involucran o toman partido para terminar desdibujados en su rol -nada sencillo, por cierto-,  al punto ya de no ser garantes fieles de un espacio abierto y pluralista, según se desprende de los incidentes ya consginados de acoso contra oradores y autores  invitados por la propia Fundación, a quienes poco se resguardó del vandalismo.