Itamarajú Revisitada (1993)

Un cuento de D. Luzuriaga

 

Parte I

A lo largo del manglar, mientras el barco surcaba el amanecer, reconocí aquella transición de río a océano, entre franjas de arena donde se erguían las palmeras. Doblando el último meandro apareció la silueta añorada de la isla, aunque primero tocaríamos puerto en Pirubá, aldea de pescadores.
El sol ya azotaba para cuando desembarqué al pie del fortín y crucé el arco de piedra. Mi estadía anterior había sido breve pero lo reducido del poblado y ciertos asuntos ahí me habían tornado casi un veterano en aquel rincón de Bahía.
Era un casco colonial convertido en destino turístico, donde ahora en temporada llegaban viajeros desde el mundo entero; una erupción florida en el mar turquesa, orlada de corales. Conocía ya bien la isla: la primera playa al pie del faro con sus casonas centenarias. En la segunda, una hilera de barcitos con techos de paja. Más allá un sendero sorteaba el cañadón, rodeando la chacra de Serginho, para desembocar en la tercera playa, con lagunas que bullían de peces de colores. Todavía más allá, la cuarta playa, inmensamente virgen, hasta donde se perdía la vista. No solo me eran familiares estos puntos más frecuentados sino la cascada en lo alto del morro, a hora y media de marcha y otros parajes agrestes.
Durante el día, los turistas se maravillaban con sus escafandras y snorkel entre los arrecifes. Por las noches deambulaban felices entre cantinas, a lo largo de tres únicas calles donde no pasaba más vehículo que el burro recolector de residuos.
Como otros artesanos, costeo mis viajes comprando piedras valiosas en Teofilo Otoni y otras ciudades del interior. Se diría que cada piedra me dicta una forma y yo simplemente las engarzo en plata con mi soplete. Una vez terminadas las piezas, salgo a transarlas por la costa, entre Navidad y Carnaval. Abundaban en Itamarajú visitantes extranjeros a quienes yo ofrecía anillos en turmalina, o aros con madreperla. En mis diseños uso desde cáscara de coco hasta fragmentos de esmeralda en bruto y a todos parecían gustarles mis alhajas, aunque lejos de traducirse en ventas. Puesto que la demanda era tan poca, mi mayor necesidad durante aquel primer viaje había sido desprenderme de mi ópalo de nueve quilates, sin montura, el cual no le mostraba a cualquiera por miedo a que una mano imprevista me lo quisiera arrebatar.
“El senador Nonius poseyó un ópalo codiciado por Marco Antonio y prefirió abandonar Roma antes que cedérselo”, informaba mi manual de aficionado. ”El ópalo, apodado la Reina de las Gemas, que alberga al arco iris”. Y también, según antigua creencia, a la mala suerte.
Quizás para disipar esa superstición, yo había consultado a un entendido en Valenca, quien me aseguró que los ópalos brasileños ya rivalizaban con los australianos y que aquel magnífico guijarro de óxido de sílice que me ofrecían era una ganga. Otras incertidumbres terminaron por empujarme a una transacción que me superaba.
Al bajar por el acceso hacia la segunda playa noté que durante el tiempo transcurrido la edificación había crecido -algo inexorable supuse-, en estructuras de hormigón que desmerecían al paisaje. Al filo del mediodía instalé lo mejor que pude mi carpa iglú a unos cien metros del mar, guardando distancia de los cocoteros por si el viento arreciaba, aunque fuese imposible conjurar del todo su amenaza. Exploré en torno de mi carpa hasta encontrar un hueco adecuado en un tronco de palmera donde esconder el estuche con mi mercadería, -pues recordaba haber oído sobre algún atraco nocturno en la playa-, por resguardar lo que era todo mi capital.

Parte II

Mi campamento se situaba a cierta distancia del poblado y en la dirección contraria se llegaba a la tercera playa pasando junto a la chacra de Serginho. Entre todas las personas que recalaban en la isla lejos yo de imaginar que sería un lugareño interesado en su leyenda quien terminaría por comprarme el ópalo.
-Qué ingenuo tu senador, renunciar a su hogar en Roma por una piedra que cabe en la palma de la mano- había comentado Serginho -.¿De veras que su valor crecerá para fin de año frente a la inflación? Si cerramos trato, nadie tiene que enterarse, mi ex mujer todavía vive en la isla.
-¿Sabes lo que están haciendo en Ilha Comprida?- comentó, mientras compartíamos unos vasitos de cachaca – Fumigan todo el tiempo a los insectos, porque si no los turistas eligen otro destino. No sólo que arruinan las cachoeiras, el día que consigan acabar con los borrachudos será cuestión de semanas hasta que arrasen la floresta. Pero al menos, mientras yo viva acá, alguien evitará que este lugar se destruya. ¡Serginho es el mosquito feroz de Itamarajú!
Se refería al proyecto de unos inversores de construir un camino que rodease la isla y por donde pudieran circular autos, que llegarían en ferry. El único obstáculo era una saliente rocosa junto a la chacra de Serginho e imposible de sortear sin comprar parte de su tierra, negocio al que él nunca accedería.
Ya tendríamos tiempo de conversar al día siguiente y bucearía yo un rato entre las criaturas de la tercera playa. Almorcé ligero en uno de los bares, me aseé en la bica antes de anochecer y encaminé luego al poblado con intención de vender mis artículos. El aspecto de los turistas me sorprendió; tres años antes nos hubiéramos reído de ellos, mujeres maquilladas, hombres con zapatos.
Frente a la placita irregular –en refacciones- se sentaban unos pocos artesanos y no me extrañó encontrar de nuevo al rasta Darck, carioca políglota y mujeriego, vendiendo libros usados que trocaba con viajeros en distintas lenguas y revendía bastante bien por las noches, con ganancias que se le esfumaban en cervezas. Dado que necesitaba poco espacio, coloqué el estuche de mis alhajas junto a sus libros, a la vista de los caminantes. Mientras conversábamos, Darck me miró algo extrañado al comentarle que pensaba ir hasta la tercera playa y de paso a saludar a Serginho a la mañana siguiente.
-Lo mataron en un tiroteo, el año pasado- me reveló -, por resistirse a desalojar su chacra.
-¿Le expropiaron el rancho? – atiné a preguntar.
-Parece que lo perdió, por culpa de una hipoteca-, dijo Darck-. Sacó un préstamo para ampliar la casa y poder alquilar cuartos. Andaba despreocupado diciendo que si la inflación le dificultaba devolver el préstamo, él siempre podía vender una piedra preciosa que había hecho tasar en Salvador y cubría fácil la mitad del crédito. Comentan que en los últimos tiempos cuando la plata le faltó para pagar las cuotas se desesperó, diciendo que lo habían estafado con la gema, que la piedra se había roto por sí misma, aunque estaba bien protegida. Pobre Serginho, bastante infeliz al fin, ¿qué clase de gema va a quebrarse sola?
“Acaso la reputación desafortunada del ópalo”, decía el párrafo que yo no había llegado a leerle a Serginho, “se deba al relativo riesgo de agrietarse espontáneamente, por evaporación del agua que lo compone”.
-Algunos isleños están inquietos y no solo por lo sucedido a Serginho -agregó Darck-. Desde que empezaron el trazado del camino hasta la cuarta playa, aparecen bichos por todas partes. Ayer en el baño del bar de Zito, encontraron una cobra y en las escalinatas de la fuente pública, una surucucú. Nunca solían llegar tantas víboras ni monos hasta cerca del poblado.
El sol asfixiante me despertó en la carpa, con leve resaca y deprimido por la suerte de Serginho y mi falta de ventas la noche anterior. Me asomé y contemplé la saliente rocosa de su chacra destinada a la demolición, de donde llegaba ya un ruido de motosierras y topadora. Fue en ese instante que resolví abandonar la isla para siempre; no demoré en armar mi bolso y enrollar la carpa. Restos de mi sopor se desvanecieron por completo al comprobar que el estuche con todos mis trabajos de joyería por alguna razón había desaparecido de su escondite durante la noche. En vano busqué el estuche por los alrededores, ni vi tampoco a nadie sospechoso, en ese lado casi desierto de la playa. A medias furioso y confuso me preguntaba qué iba a hacer cuando chillidos de monos atrajeron mi atención hacia lo alto. Entre las palmeras crecía también un gran árbol de mangos y al parecer toda una familia de monos buscaba alimento entre sus ramas. En eso, distinguí a dos de ellos que forcejeaban y se disputaban lo que claramente no era un mango, sino que parecía ser mi estuche.
Masqué un puñado de semillas de guaraná para cobrar fuerzas y tuve que exigirme hasta lograr trepar el tramo liso del tronco de mangueira; una vez a la altura de las primeras ramas no me resultó ya tan difícil ir subiendo hasta–así creí- acorralar a uno de los monos, el que blandía mi estuche, en la punta de una rama. Estiré entonces el brazo de repente, con la genial idea de arrebatarle el estuche, cuando me sorprendió un tremendo mordisco de mono en el antebrazo. Presa del pánico me aferré como pude a la rama; de milagro no caí, conseguí laboriosamente descender y sangrante corrí hasta al poblado, en busca de auxilio.
Los médicos que me atienden en Sao Paulo no se ponen de acuerdo si los monos de Itamarajú contrajeron la enfermedad por morder a humanos infectados, o si la portan en su organismo desde hace tiempo, en forma asintomática. Eso sí, todos me recomiendan consumir frutas y llevar una vida natural.