Excursión (2003) – Mario Gallo

 

©Mario Gallo 2003

ISBN Nº 987-02-0169-5

Hecho el depósito que indica la ley 11.723

Impreso en la Argentina / Printed in Argentina

Esta publicación  no puede ser reproducida en ninguna forma sin el permiso por escrito del autor.

Mario Gallo

Belén de Escobar, Prov. de Bs.As. Argentina

 

A la memoria

de Luis Carlos Gallo

de Jorge Jerónimo Ferrari

 

¡Cuánta más pureza de espíritu y cuánto más valor se requiere  para sobrellevarla existencia de la miseria humana (…)!

El Túnel

Ernesto Sabato

 

Qué es un curso de historia, o de filosofía,

o de poesía, por muy selecto que sea, o qué es la mejor sociedad,

o los más admirables hábitos de vida,

comparado con la disciplina de mirar siempre lo que está a la vista?

Walden

  1. D. Thoreau

 

Soy sordo a los gritos del dolor, escucho sus silencios.

 Soy ciego para los grandes espectáculos del dolor,

 sólo veo los pequeños episodios efímeros en los que

 un largo dolor hace un gesto apenas perceptible.

 El mundo no me clava espadas, me clava infinitos alfileres.

 

Nuestra señora de la noche

Marco Denevi

 

I

 

-¿Y, amigo? ¿Se han olvidado de los pobres?

 

II

 

Allí levantamos una ciudad que se llamó Buenos Aires: esto quiere decir buen viento. También traíamos de España, sobre nuestros buques, setenta y dos caballos y yeguas, que así llegaron a dicha ciudad de Buenos Aires. Allí, sobre esa tierra, hemos encontrado unos indios que se llaman Querandís.

Los susodichos Querandís nos trajeron alimentos diariamente a nuestro campamento, durante catorce días Nuestro capitán don Pedro de Mendoza envió enseguida un alcalde de nombre Juan Pavón, y con él dos soldados, al lugar donde estaban los indios, que quedaba a unas cuatro leguas de nuestro campamento. Cuando llegaron donde aquéllos estaban, el alcalde y los soldados se condujeron de tal modo que los indios los molieron a palos. Dispuso y mandó nuestro capitán general don Pedro Mendoza que su hermano don Diego Mendoza, juntamente con nosotros, matara, destruyera y cautivara a los nombrados Querandís.

Después que volvimos nuevamente a nuestro campamento, se repartió toda la gente: la que era para la guerra se empleó en la guerra y la que era para el trabajo se empleó en el trabajo. Allí se levantó una ciudad con una casa fuerte para nuestro capitán don Pedro Mendoza, y un muro de tierra en torno a la ciudad de una altura como la que puede alcanzar un hombre con una espada en la mano. La gente no tenía qué comer y se moría de hambre y padecía gran escasez, al extremo que los caballos no podían utilizarse. Fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; hasta los zapatos y cueros, todo tuvo que ser comido.

Sucedió que tres españoles robaron un caballo y se lo comieron a escondidas; y así que esto se supo se les prendió y se les dio tormento para que confesaran. Entonces se pronunció sentencia de que se ajusticiara a los tres españoles y se los colgara en una horca. Así se cumplió y se les ahorcó. Ni bien se los había ajusticiado, y se hizo la noche y cada uno se fue a su casa, algunos otros españoles cortaron los muslos y otros pedazos del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a sus casas y allí los comieron.

Schmidel, Ulrico; Derrotero y viaje a España y las Indias

 

III

 

Marco deja por un instante su tarea y se queda mirando a su interlocutor, desorientado, perplejo, y con miedo. ¿Quién es, quién será ese personaje que a esa hora de la mañana, un domingo, mientras las chicharras comienzan a salir de su letargo pasajero, lo sorprende, asomado al portón de entrada a su casa, con una frase que más bien parece la introducción a un tema filosófico?

Justo en ese momento, Marco está luchando con la cerradura de la puerta derecha delantera de su auto. ¿Podrá, al parecer, existir algo más importante que eso? No. No hay nada más importante que eso para el día de hoy. Por un instante, su cerebro inconscientemente ensaya una respuesta que olvida de inmediato. La cerradura lo tiene preocupado. Le quisieron cobrar casi sesenta dólares por un pedazo de aleación mal pulida con el pretexto de que existe un solo fabricante. Un maldito monopólico que le encontró la vuelta como los miles de malditos monopólicos que le encuentran la vuelta a las cosas y viven como reyes. A decir verdad, la culpa no la tiene el maldito monopólico, la culpa la tiene él que es un pelotudo por haber perdido el tiempo trabajando siempre para otros. Al final se iba a tener que joder, como se lo había sentenciado su hermano, por encajetarse con un coche importado y, además, viejo. Los repuestos son caros y a la larga desaparecen del mercado y que te ayude Mongo. Y qué querés que haga, le dijo molesto, que lo ponga en la calle y lo prenda fuego. Marco y su antigua costumbre de guardar y guardar y guardar los tesoros de la familia, como si en ellos viviera permanentemente la esencia de sus viejos y queridos propietarios. Su hermano tenía razón, pero ya no había tiempo para cambiar. Váyanse todos al carajo. Yo lo voy a arreglar sí o sí.

Marco mira a su interlocutor.

Su interlocutor, los ojos celestes, lo mira a la distancia, la cabeza asomada al portón de entrada de su casa. La voz de este mendigo, pordiosero, indigente o posible asesino, asomado al portón de entrada a su casa, con una frase colgándole aún de los labios que más bien parece la introducción a un tema filosófico, lo atrapa por su tono amable. Se han olvidado de los pobres. Buen título para un libro. No habrá querido decir ¿Se han olvidado de los pobres? La distracción lo ha confundido. Pero, ¿quién es, quién será ese personaje que a esa hora de la mañana, un domingo, mientras las chicharras comienzan a salir de su letargo pasajero, le hace un planteo que Marco jamás se hizo? En afirmativo. O en interrogativo. ¿Cómo olvidarse de algo que nunca se registró en la memoria? ¿O será cierto lo del río Leteo? Un conocimiento ancestral acumulado por siglos. Palabras que me dijeron en otros tiempos, las oigo hoy. Qué picardía. Nuestras almas atiborradas de conocimiento, ilustradas al máximo, bañadas tristemente por las aguas del olvido.

En principio, todos, en el mundo de hoy, en una forma u otra, en un mundo donde se anunció la muerte de Dios Padre y en un nuevo mundo donde el único Dios real y verdadero, el único Dios real y verdadero del que se puede esperar algo concreto es la tecnología, todos, sin excepción y a la medida, la medida que le corresponda a cada individuo, claro está, todos, tenemos problemas. Además, ¿en qué le puede preocupar a Marco, a él, que está luchando con la cerradura de la puerta derecha delantera de su auto importado y, al mismo tiempo, viejo, a él, que se encajetó con ese auto importado y, al mismo tiempo, viejo, a pesar de las recomendaciones de su hermano, de que los repuestos se acaban y no sé cuantas cosas más, si se olvidaron o no de los pobres?

 Y, pensándolo bien, ¿se habrán olvidado de los pobres o de los que no agarraron una pala en su puta vida, de los que siempre vivieron como pichones con la boca abierta? Los pobres son gente digna; los otros, oportunistas, ventajeros. Mis abuelos eran pobres, y no andaban, que yo sepa, asomándose por los portones ajenos haciendo preguntas filosóficas o esperando que los otros les solucionaran los problemas. Y vinieron con una mano atrás y otra adelante. Y a laburar que se hace tarde. Hoy, a todos estos que se quejan no les ves un pedazo de tierra arada o una quinta ni por joda. ¿Se habrán olvidado de los pobres o de los «otros»? Los «otros», se entiende, ¿no? De ser así la diferencia es muy grande, mi amigo.

Y, pensándolo bien por segunda vez, que se preocupen los que prometieron y no cumplen; los que hacen campaña en campera y después se sacan fotos en las estancias de traje y corbata; los que se van a jugar por la gente y después rajan porque ya no les reditúa; los que prometen austeridad y los únicos austeros son los giles de siempre; los que se comen la guita.

Marco mira a su interlocutor e intuye, sin saber por qué, que espera que le dé una respuesta. Una respuesta que no tiene.

-No sé, amigo -responde Marco con cierta vergüenza, como para sacárselo de encima-. La verdad, es que no sé.

 

IV

 

En una charla de pueblo, a través de  mecanismos extraños donde siempre conviven las intricadas asociaciones mentales y la casualidad, se enteró que le decían El Mugrita.

-Un vago que vive cerca de tu casa –dijo Daniel-. ¿Cómo?, ¿nunca lo viste?

El asfalto caliente lo encuentra a Marco caminando desde la entrada al barrio.

¿Qué querrá decir Mugrita?

Según Marco, el caminar lo acerca a sus pensamientos más profundos. Los autos que lo conocen y van en su misma dirección se detienen para preguntarle si quiere que lo lleven. La respuesta es siempre la misma: no.

Mugrita debe ser un alias.

El asfalto caliente lo encuentra a Marco caminando desde la entrada al barrio, confundido entre las imágenes del lugar y las imágenes que se desprenden de sus miles de  entremezclados pensamientos.

La figura plana de un hornero lo distrae. A un costado de la calle, la figura marrón y plana de un hornero  le revela a Marco, con un crudo revoltijo de tripas y plumas, los peligros que trae consigo el progreso; ese progreso que el hombre, desaprensivamente, promueve sin miramientos. ¿Qué lo habrá inducido al pobre animal a cometer esa imprudencia?  ¿La comida fácil? ¿La curiosidad? ¿El hambre? Las hipótesis tan inevitables como tácitas se presentan.

Marco descubre otro hornero que camina nervioso, que revolotea nervioso cerca del cadáver, y nace en él un sentimiento romántico y humano, que se desentierra en su mente como se desentierra un cadáver, una imagen romántica del amor truncado por la fatalidad del destino. ¿Cómo se puede perder el tiempo en tales cosas?, se pregunta.

Atrás  han quedado el revoltijo de plumas y tripas y el otro hornero que, tal vez, nada tenga que ver con el revoltijo y que sí haya venido a alimentarse de las semillas que se desprendieron del revoltijo de plumas y tripas porque, entre los animales, no hay tiempo para el derroche, ni para sentimentalismos que pongan en riesgo a la especie. Entre los animales la idea de Estado no existe.

Un hombre se acerca con una carretilla repleta de bolsas.

Un hombre, a la distancia, con una carretilla repleta de bolsas, camina en dirección a Marco y su figura se agranda como una gota de nafta en el agua.

El Mugrita, la piel negra por el sol, los brazos largos y flacos como dos tensores de acero, a la distancia, con una carretilla repleta de bolsas, camina en dirección a Marco.

En la carretilla, las bolsas de supermercado se apilan con prolija y cuidada disposición.

El Mugrita no viene de hacer las compras.

El Mugrita no viene del supermercado.

El Mugrita viene de revisar los canastos del frente de las casas donde las bolsas de supermercado esperan, donde silenciosas esperan las inmundicias que nos representan. Los restos de la hamburguesa, del asado, del guiso, de la verdura y el tampón ensangrentado. Todo se confunde en una orgía de pestilencias.

A pocos metros uno del otro, El Mugrita deja la carretilla y saluda amable y efusivamente a Marco con un buen día, amigo, y Marco, la mente que ya no está clavada en el revoltijo de plumas y tripas, siente por un instante que, a pesar de todo, de diferencias insalvables, la palabra «amigo» en boca de ese mendigo, pordiosero, indigente o posible asesino, que alguna vez asomado al portón de entrada a su casa lo sorprendió con una frase que le cuelga aún de los oídos y que más bien parecía la introducción a un tema filosófico, tiene, curiosa e inexplicablemente, sentido.

El Mugrita y su familia viven de la basura.

Para El Mugrita y su familia vivir de la basura más el olvido de los pobres pone en peligro su existencia.

Para Marco caer en la miseria y en el olvido es acercarse cada día un poco más a la muerte.

Sin embargo, a pesar de la desesperación que en ocasiones lo toma por sorpresa, El Mugrita retoma permanentemente su creencia en Dios, y termina por resolver que la muerte no es un problema. El problema es mantenerse vivo día tras día, y que alguien lo nombre.

El Mugrita no es un animal.

El Mugrita no es un dios.

El Mugrita no es un animal ni un dios porque no vive solo.

Marco se pregunta desafiando sin saberlo principios aristotélicos si, a pesar de no vivir solo, El Mugrita podría ser una excepción: una nueva clase de filósofo.

 

V

 

Su madre entró, desde los confines de la memoria, en la pieza azulada, y le dijo que le había hecho jurar a su padre por la memoria de su madre (la madre de su padre: su abuela) que no lo iba a matar.

Por un momento, bajó la revista. ¿Cómo podría un padre matar a su hijo? ¿Cómo pudo su padre siquiera haber pensado semejante atrocidad?

Cuando aquella vez Marco había tomado la decisión de hacer lo que hizo, jamás había considerado las consecuencias. ¿Habría considerado las consecuencias el soldado Mike O’Rafferty del 7mo de Caballería? Marco pensó que sí. La muerte, en esos tiempos, era una posibilidad. Incluso podía trasformar a cualquier soldado desconocido en un verdadero héroe.

Continuó leyendo, bajo el paraíso, atentamente. Las fotos eran siempre impecables.

Cuando las dos balas en el pecho hicieron del soldado Mike O’Rafferty del 7mo de Caballería un bulto aletargado en el piso a la espera del golpe final aquel 25 de junio de 1876, seguramente pasó por su cabeza la idea estúpida de haber falsificado su edad para entrar en la milicia. El C14 revelaba 19 ó 20 años, no 21.

Marco pensó que, después de todo, saber las regiones andinas no era importante; no iría mucho más lejos esgrimiendo ese palabrerío infernal.

Marco pensó que, después de todo, falsificar la firma de su padre para escapar de la paliza por el uno recibido en compensación de sus conocimientos tampoco le había quitado el sueño. Esto último, con cierta madurez a cuesta, lo consideró una imprudencia, una actitud insolente.

Al tiempo su situación se había complicado. La cara de su madre, ese día, en la habitación azulada, lo alertó.

La vida es un sin número de coincidencias, se dijo. Aunque su destino resultó menos cruel: apenas un mes sin fútbol. De todos modos, recapacitando, en esa época fue como perder la vida.

Los restos del soldado, según la centenaria revista, contaron los últimos momentos de su pobre historia.

Al soldado Mike O’Rafferty, los ojos entreabiertos que consumían el celeste que cubría todo Little Big Horn, el pendulante recuerdo de Garryowen y The girl I left behind me mezclado con los gritos de los Sioux y Cheyennes, pocos minutos después, comenzaron a despedazarle los miembros a hachazos para que no pudiese disfrutar del mundo de los espíritus. Un segundo más de vida le permitió sentir cuando le arrancaban el cuero cabelludo. Después, por algún motivo, le estallaron el cráneo con algo parecido a un garrote o la culata de un rifle. Ni siquiera recogieron el cuerpo. Ni siquiera recogieron los 259 cuerpos restantes. Hubo festejos. Los indios se vistieron con los trajes manchados de sangre de los oficiales. Cantaron. Sus sombras se alargaron y viborearon en los campos. Se emborracharon. Dispararon sus Winchesters al aire, Winchesters que los propios blancos les habían vendido para matar búfalos y hombres y mujeres y niños blancos a su antojo. Y en la madrugada, cuando el frío de la noche y de la muerte se confundieron en un abrazo, con la soberbia y la seguridad de saber que nadie podría arrebatarles la victoria pasajera, cargaron de falsas expectativas el aire y las almas a cargo del sargento Ryan, haciendo sonar un clarín que encontraron entre los pastos enrojecidos del campo de batalla.

 

VI

 

El hijo de El Mugrita tiene la mirada torva. Marco ha notado, de reojo, que cuando camina lo hace con la postura de un gran simio. Cuando saluda (si saluda) lo hace de costado y con poco esfuerzo. Es un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años. No tiene trabajo. Al menos, un trabajo fijo. Por otra parte, nadie lo tomaría. Su presencia no entusiasma. Muchos piensan que es un peligro para el barrio; que en cualquier momento va a ir preso o, lo que es peor, que podría violar a alguien. Algunos, más radicales en sus opiniones, se atreven, sin que se les mueva un solo pelo, a quebrar el silencio con la palabra matar.

El hijo de El Mugrita tiene siete años de escuela primaria y varios más “de la calle”, y guarda, vaya uno a saber dónde, una medalla que dice en la parte de atrás con fina letra cursiva al mejor compañero. Esto último Marco no lo sabe. Muchos, en ese acto de entrega protocolar y con un sol que derretía los sesos de las culebras y de los lagartos overos, se sorprendieron hasta la médula. Sin embargo las maestras de los otros grados se miraron mutuamente, y en esa mirada existió el pleno convencimiento de  haber cumplido con su deber: la creación de un ciudadano digno para el país que en ese pequeño acto era entregado a la sociedad. Pero eso, al hijo de El Mugrita, no le alcanza para deshacerse, para escapar de su posible condición de violador, de su posible condición de chorro, de su  irremediable condición de negro de mierda y vago.

Me resulta curioso, piensa Marco, el hijo de El Mugrita tiene los ojos claros como su padre, como yo.

 

VII

 

Mientras matea sentado a la sombra del paraíso, Marco revisa el perímetro de su casa hasta donde los objetos que se anteponen a sus ojos le permiten hacerlo.

Allí, bajo el paraíso, al amparo del sol veraniego, se cuestiona si está disfrutando de esa situación efímera o si está, al igual que un soldado conquistador, haciendo guardia para que ningún extraño le invada su territorio. Porque aquí, en un lugar tan apacible como desolado, donde los loteos escapan todavía a esa caprichosa y «gallega» medida «8,66 de frente» para transformarse en verdaderos y codiciados vergeles terrenales a razón de veinte familias por cuadra -si las hay- y donde el hombre se reencuentra con su origen y con su espíritu, las casas se están pareciendo a puestos de campaña. Muchos se ríen cuando Marco comparte esta idea. José se rió cuando Marco planteó sus temores en una picada al aire libre con longaniza casera y queso de cabra; y al tiempo le cortaron los hilos de la alambrada del fondo y le robaron diez ovejas y un novillo en el silencio de la noche. Marco le dijo te lo dije y José se armó hasta los dientes. En distintos lugares de la casa escopetas, revólveres, pistolas y pistolones se mimetizaron.

            La ciudad tampoco es segura, pensó. Esa aglomeración de gente da una supuesta tranquilidad y protección que no existen. Al vivir en la ciudad, con miles de tipos alrededor, en momentos de desesperación y agonía uno puede transformarse en el sujeto más solo y abandonado del universo. Nadie escucha; nadie le presta atención al otro. La civilización actual es individualista.

Marco se ceba otro mate.

Marco mira hacia el portón de entrada a su casa. Al mirar hacia el portón de entrada pensó en la palabra fortín, y la palabra fortín, en un principio, le causó gracia. La calle está desolada. Sólo se oyen las chicharras, el viento, el canto de las palomas, de alguna que otra calandria y  allá, a lo lejos, una máquina de cortar césped. Ahora, la máquina de cortar césped, único signo de humanidad, acaba de terminar con su monótono ruido.

Buen momento para retomar el hilo del pensamiento, se dice. Marco se descubre en actitud reflexiva. En parte no se reconoce. Inmediatamente olvida su descubrimiento.

Marco piensa nuevamente en la palabra fortín. Luego, en la palabra arma.

Un fortín hay que defenderlo. No es posible defender un fortín sólo con las manos. Ya es hora de tener un arma en casa.

 Lo salvaje del lugar y sus ideas amenazan a Marco con devorarlo.

Marco, la duda que lo toma por sorpresa, se pregunta:

¿Pero defenderlo de qué? ¿O de quiénes?

 

VIII

 

Carmen, la mujer de Marco, mientras almorzaban, le preguntó a su esposo quién era ese ciruja. Lo había visto desde la ventana del living. Cierto miedo le había recorrido el cuerpo, pero de esto no dijo nada.

-No sé. No tengo la menor idea -respondió mientras saboreaba un pedazo de carne asada.

-¿Desde cuándo hablás con gente extraña? -le reprochó-. Vos viste todo lo que está pasando. Los noticieros no dan abasto. Cada dos por tres matan a alguien, y acercarse a ver qué quiere un desconocido es tan peligroso como estúpido. Y con esa facha. ¿Qué quería?

-No quería nada -le respondió algo molesto por el discurso, pero más por lo de “estúpido”.

-¡Qué raro! -insistió la mujer, como siempre, como siempre se empecinaba en querer saber las cosas-. Parece mentira que alguien así se atreva a molestar en una casa de familia y no pida algo. Acordate de lo que le pasó a mamá. Siempre hay otro vigilando a lo lejos. Decí que ese día estaba mi hermano y le trabó la puerta que si no el tipo se le mete adentro y vaya uno a saber cómo terminaban las cosas. En parte vos te parecés a ella: pura confianza. Vamos a tener que empezar a tener cuidado. A estar más atentos si no queremos tener un disgusto. Porque últimamente, me dijo Susana, está apareciendo una negrada que mete miedo. Debe ser por lo de las obras. La gente no se da cuenta y mete en la casa a cualquiera, y después las cosas pasan. Cada vez hay más caras raras por todos lados. Y miran. Parece como si te estuviesen vigilando. Y el gobierno que también tiene la culpa. Hace más de cincuenta años que los malcría, y estos que no son nada tontos. Saben que tarde o temprano alguien les va a sacar las papas del fuego. Viven al día. Después, con el tiempo y con gran pompa, hasta les regalan el lotecito, foto incluida. ¡Cómo le daba eso por las pelotas a mi pobre viejo! Como cuando estos turros le quisieron hacer poner la foto de Perón en la oficina. Los sacó cagando -Carmen traga y bebe-. ¿No estaría borracho? O drogado, que es peor. Y la roña que tenía encima. ¡Qué barbaridad!

Marco degustó un sorbo de vino.

-No estaba ni borracho ni drogado. Al menos por lo que pude notar. El pobre tipo sólo me hizo una pregunta. ¿Qué hay de malo en eso?

-¿Una pregunta? -se sorprendió la mujer-. ¿Qué? Seguro que quería trabajo de jardinero como hacen todos los vagos que desembarcan en este barrio. Es una vergüenza. «Zona residencial», con tanto barro y pordiosero dando vueltas. Lo hacen sólo para cobrar más impuestos. Te confieso, Marco,  estoy  preocupada. Es un peligro. Antes no había que estar tan atentos. Habría que denunciarlos a la policía apenas se acercan al portón.

-Lo que pasa es que vos nunca viviste en una zona así, ¿qué sabés? -dijo Marco-. Además, no quería trabajo.

-¿Y entonces?

-Me preguntó si nos habíamos olvidado de los pobres. En realidad -corrigió- no sé si me preguntó si se habían olvidado de los pobres o si… ¡Qué sé yo, Carmen, dejate de hinchar las pelotas! Yo justo estaba con la cerradura del auto que ya me tiene puto y no le di mucha bola porque me tomó por sorpresa. Supongo, y no me preguntés por qué, que el tipo debe tener algo de razón.

Marco se dio cuenta inmediatamente que no podría fundamentar, al menos en ese momento, lo que acababa de decir, y que estaba en un problema.

Carmen, los ojos como gata a punto de lanzar el zarpazo, disparó:

-Vos debés estar enloqueciendo o algo por el estilo -silencio, luego, la arremetida final-. ¿Qué tenemos que ver nosotros con que la gente sea pobre, que se esté muriendo de hambre o qué sé yo qué? ¿O tenés algún sentimiento de culpa? ¿Acaso lo que tenemos no lo hicimos trabajando? ¿Acaso no te levantás todos los días a las cuatro de la mañana, llueva o truene, haga frío o calor, y venís a las ocho de la noche, cuando no, más tarde? ¿Cuánto hace que no nos vamos de vacaciones? ¡A ver, decime!¿Cuatro, cinco, seis años? ¡Me podés contestar!

Y la mujer, furiosa, comenzó a hablar más fuerte, a gesticular más vehementemente. Dijo: tetrabrik. Dijo: aparearse. Los brazos como látigos se agitaban en el aire. Carmen como siempre, reiterativa, insistente. Marco lo sabe. La conoce bien.

Pero Marco lentamente dejó de oír lo que decía Carmen. La veía mover los labios; la veía gesticular; veía su rostro salvaje, indignado, pero sólo eso.

 

IX

 

La bandeja que se deposita sobre la mesa. Hamburguesas, papas fritas y gaseosas. Todo envuelto prolijamente. Marco da el primer mordisco, sus ojos que miran a otros como él, que se sientan como él, que dan el primer mordisco como él, que van de aquí para allá bajo esa burbuja que los aísla de todo. Marco saborea su  hamburguesa y se pregunta si ésta será la verdadera Argentina. Sus hijos y su mujer disfrutan el almuerzo. Qué barato, dice uno de los chicos. Qué barato es todo esto por sólo cinco pesos. ¿Cuánto se tarda en juntar cinco pesos?  Una hora. Un día. Un mes. Los perfumes pesados llegan de todas partes, como una marca territorial, como las secreciones glandulares de los perros y los gatos. A unos metros, una cola interminable y famélica espera su turno en el fast food. Un payaso ridículo y maligno los recibe. Pobre imbécil. Todos serán atendidos. La foto estúpida del empleado del mes sonríe estúpidamente junto a otros estúpidos empleados del mes. Nuestro ritual de la alimentación ha sido reemplazado por estos negocios de negreros. Todos serán atendidos. Con tal que paguen el precio, todos serán atendidos. ¿Cuál será el precio que deba pagar El Mugrita para que lo atiendan? A él y a su familia. Afuera hace cuarenta grados de calor, pero aquí no. Aquí está fresco. Aquí la temperatura es agradable todo el año. Se podría vivir en este lugar para siempre. Una multitud podría vivir en este lugar para siempre, de espalda a todo lo malo, todo lo triste. Una especie de tribu. En esta Argentina de la burbuja, las cosas y la gente son siempre lindas. ¿Será ésta la verdadera Argentina? ¿Será ésta la Argentina de todos y para todos? ¿Será ésta la Argentina que propusieron los jacobinos de mayo?  ¿Será ésta la Argentina que defendimos en el sur, los que fueron y los que se quedaron, las tripas paralizadas por el miedo a morir? ¿Será ésta la Argentina de Marco y su familia por el solo hecho de que pueden pagarse una hamburguesa con papas fritas y gaseosas, postre incluido, a cinco pesos –por ahora- cada uno, un precio razonable –por ahora-? Todos metidos acá adentro, encerrados, como en un bunker, como en un moderno fortín con cúpula. ¿Acaso, en este fortín, nos estaremos defendiendo de algo? ¿Acaso nos estaremos defendiendo de un malón moderno? Y de ser así,¿qué campaña al desierto aguantará para eliminarlos a todos? ¿Qué personaje culto e instruido, con unos huevos de acero, se arrimará a esas cercanas tolderías a dialogar con estos nuevos caciques?  En esta burbuja la vida no tiene sobresaltos. Todos sonríen. Todos compran. Todos huelen a zorrino. Todos comen “burgers”. En esta burbuja hasta las viejas están montables. Porque aquí, en la burbuja, la vida está como estancada, el tiempo no va para atrás ni para adelante. Los sentimientos no van  para atrás ni para adelante. Es como estar hibernando, pero para siempre. Nada puede destruir esta felicidad, este bienestar continuo, permanente. Aquí no se siente miedo. Afuera, la muerte acecha. Afuera, los malones acechan. La gente mira películas y come hamburguesas. La gente mira películas, come hamburguesas y habla por teléfono celular. En la burbuja, la gente que mira películas, come hamburguesas y habla por teléfono celular al pedo supone que forma parte del progreso.

Más y más personas sin rostro se suman a la cola del fast food para que los atiendan. Algunos están impacientes. Algunos se molestan por una espera de dos minutos. Paren, muchachos, que acá el tiempo se detuvo para siempre. Gesticulan; se mueven nerviosos, como con parásitos; toman posturas quebradas, antinaturales. Otros, los que han interpretado el mensaje, lo toman con calma y matan el tiempo mirándole el culo o las tetas a alguna que otra pendeja peligrosamente desinhibida, de reojo.

Marco muerde la hamburguesa que se está enfriando.

            ¿Quién se atrevería a gritar en esta maldita burbuja que la realidad está afuera?

            ¿Quién se atrevería a correr el riesgo y quedar pagando, pagando como un boludo?

            ¿Entre todos los seres que están metidos en la burbuja habrá alguno que se pregunte la cuestión que planteó El Mugrita aquella mañana de domingo?

            ¿Habrá alguno al que realmente le importe si se olvidaron o no de los pobres?

Marco ha venido ciento de veces a la burbuja. La vio construir. La vio crecer. La vio devorarse a todo lo que tenía alrededor. ¿Por qué justo ahora, después de tanto tiempo, se hace estos planteos? A lo mejor, porque llega un momento en que todo hombre no puede andar por la vida haciéndose el distraído. ¿Marco estará buscando una forma de humanización, o prevención, para él y toda su familia?

Sobre la mesa alguien ha dejado un papel. El papel se deposita suave sobre la mesa. El papel se deposita suave y silencioso sobre la mesa. Una mano pequeña y morena, y sucia, ha depositado un papel sobre la mesa de Marco. Otro náufrago de la vida ha arrojado a ese mar que es la casual mesa de Marco y su familia, entre un cardumen de servilletas manchadas con rouge, grasa y salsa de tomate, un SOS resignado. ¿Será la resignación, como se dijo, desesperación silenciosa? Este pequeño náufrago ha arrojado tantos mensajes como mares imaginarios encontró a su paso. Pero en la burbuja nadie le prestará atención. Nadie lo ayudará. En la burbuja sólo lo apolíneo tiene espacio. Todos sin decirlo se preguntan cómo entró esa rata. Todos sin decirlo se preguntan qué hace ahí. Todos sin decirlo se preguntan dónde está el irresponsable de la seguridad de este sagrado edificio. Este náufrago es una molestia, un estorbo, un peligro latente, una mancha, un recordatorio maldito. Un mal presagio. Este náufrago es, al mismo tiempo, un mensaje del mundo exterior que nadie está dispuesto a ver ni oír.

-Nos están invadiendo -dice molesta y por lo bajo la mujer de Marco-. Ya no se puede ni venir al Shopping.

Marco se pregunta: ¿cómo se puede estar tan solo entre tanta gente? ¿Cómo se puede morir de soledad entre tanta gente?

Marco mira al pequeño náufrago, mira a sus hijos que comen y vuelve a mirar al pequeño náufrago.

Marco, la grasa de la hamburguesa que se le cuaja en el estómago y entre los dientes y en la lengua, se pregunta: ¿cómo uno puede seguir caminando por la vida diciendo que es feliz?

Carmen lo mira y, dándose cuenta de que está en otra galaxia, ostensiblemente disgustada le recrimina qué le pasa, en qué está pensando.

-En nada, mujer – dice él-, pienso en nada.

 

X

 

Marco, de cara al cielo, abre los ojos.

Las nubes corren despacio hacia el este. Sobre una cama de pasto amarillento, Marco, de cara al cielo, abre los ojos, una mañana de domingo, de otoño.

A Marco le gusta levantarse temprano los domingos. Es una manera de aprovechar más el tiempo. Las nubes siguen desplazándose y tomando nuevas formas que poco después se derretirán como grandes helados de limón.

¿Qué hace Marco sobre una cama de pasto amarillento, Marco, de cara al cielo, con los ojos abiertos y confundidos, una mañana de domingo, de otoño?

Murmullo de potrero.

Marco trata de incorporarse. Se marea. Se queda como sentado, las piernas estiradas, los brazos a la espalda se apoyan en el pasto amarillento una mañana de domingo, de otoño.

Marco, como sentado, las piernas estiradas, los brazos a las espaldas que se apoyan en el pasto amarillento una mañana de domingo, de otoño, siente algo caliente que le corre por la cara desde algún lugar de la cabeza. Sangre. Es sangre. Sangre chorreando por la cara, el cuello, el pecho, manchándole la ropa.

A la distancia alguien que se acerca como agazapado. A la distancia el partido sigue sin interrupción.

En la memoria, Marco recuerda a otro Marco que, camino a la casa de su tío, se detiene a observar uno de los tantos partidos que se jugarán ese domingo, ese domingo de otoño.

En la memoria, Marco recuerda a otro Marco que, camino a la casa de su tío, se detiene a observar uno de los tantos partidos que se jugarán ese domingo, ese domingo de otoño, y también recuerda que escuchó un zumbido y que ese zumbido creció, sostenidamente. Un zumbido, como si algo estuviese atravesando el aire. Un zumbido que se acercaba.

El zumbido se apagó de golpe; la luz, también.

Ese alguien, que se acercaba como agazapado, ya está frente a él. Ese Marco de once años miró a ese alguien que estaba frente a él y descubrió al Negro Alberto. Y descubrió que el Negro Alberto lo apuntaba con una gomera y le preguntaba qué carajo le pasaba y si quería pelear. Marco, los ojos celestes, la sangre que brotaba de un corte mezclado con un chichón a la altura de la sien derecha, dijo que no, que no pasaba nada, y repitió, con claridad, como para no dejar dudas, que no pasaba nada.

El Negro Alberto, las babas colgando, los labios gruesos, las alpargatas bigotudas, la ropa hecha jirones, los pelos negros, lacios y sucios, el olor a rancio que despedía su cuerpo, los mocos verdes y chorreados, las palabras reiterativas rebotándole en la boca como una sentencia de muerte, estiraba y desestiraba la gomera a modo de amenaza.

Marco se incorpora. Recuerda entre tanto desconcierto, entre tanto miedo, que tenía un paquete, un paquete para su tío, un mandado de su padre que debía llegar sin problemas. Lo busca. Lo localiza. Lo toma. Sintió que el alma le volvía al cuerpo.

Marco recuerda esa mañana de domingo, de otoño, de mil novecientos sesenta y pico, y también recuerda que ya de pie, la sangre que se coagulaba en la cara, sintió un calor en la zapatilla derecha, tenue al principio, que creció suave, hasta ahí, no más.

Marco recuerda esa mañana de domingo, de otoño, de mil novecientos sesenta y pico, y también recuerda que ya de pie, la sangre que se coagulaba y ennegrecía en la cara, buscó el origen de esa sensación, extraña. No era la misma sensación que le había producido la sangre. Y recuerda que lo vio a Enrique, el hermano menor del Negro Alberto; Enrique, que no tendría más de cinco años y sí toda la maldad adquirida a fuerza de vagar noche y día por las calles; Enrique, las mismas babas colgando, los mismos labios gruesos, las mismas alpargatas bigotudas, la misma ropa hecha jirones, los mismos pelos negros, lacios y sucios, el mismo olor a rancio, los mismos  mocos verdes y chorreados, meándolo, a él, a Marco, y a su puta  zapatilla de lona marca registrada Flecha, las putas zapatillas de chico de clase media que ellos nunca se podrían comprar. Pero ese Marco, el que despertó de cara al cielo con un piedrazo en la cabeza a la altura de la sien derecha, no lo sabía. Su inocencia lo mantenía a salvo de ciertas angustias y cuestionamientos que llegarían inevitablemente.

Marco, con los años, no sólo recodaría, despierto y en sueños, esa mañana de domingo, de otoño, de mil novecientos sesenta y pico; no sólo recordaría que ya de pie, la sangre que se coagulaba en la cara, había buscado el origen de esa sensación, sino que recordaría para siempre los ojos de Enrique y el placer, el odio, la sed de venganza ancestral y el aviso de quién y quiénes copaban esos baldíos, o esos campos, que, así como en  libros de historia arrimados luego por la curiosidad o el azar, en ellos también leyó.

Marco, en su fortín, bajo la sombra de su paraíso, se tocó la sien.

 

XI

 

 

Una hora pasado el mediodía.

Un calor de locos y una humedad insoportable oprimen los cuerpos, y las almas.

La comida marcha lenta, pero segura.

A Marco le preocupa que la heladera esté vacía.

A Marco le preocupa que en la heladera no haya leche.

A Marco le preocupa que los chicos le hagan notar que en la heladera no haya leche.

A Marco lo traumatiza la idea  de no tener qué comer. La madre de Marco dice que cuando era un bebe lloraba mucho.

La madre de Marco tenía miedo de que el chico se le empachara. La madre de Marco supone que Marco lloraba porque tenía hambre.

Los chicos ya están de regreso de la escuela, famélicos. A cada rato preguntan cuánto falta. La respuesta es siempre la misma: falta un rato.

A diferencia de otros chicos, los hijos de Marco saben que esa espera, ese rato, se cumplirá, terminará. Siempre tendrán su comida; otros, en cambio, seguirán esperando.

“Siempre” es una palabra demasiado omnipotente. “Siempre”, en el sentido amplio relacionado con la “seguridad”y el “bienestar”, es una palabra estéril para un país como éste.

Una hora ha pasado desde que el reloj marcó el mediodía, y Marco, envuelto en un calor que le oprime el cuerpo y el alma, enciende el televisor.

El ventilador gira alocadamente y sólo complica las cosas. Se podría decir que está al pedo.

Los alrededores de lo que alguna vez se llamó la Plaza Mayor de Buenos Aires es un caos. Un nudo.

El noticiero muestra una ciudad hecha un caos.

¿Acaso una ciudad sitiada?

Miles y miles de personas con pancartas, con bombos, con estruendos, con huevos en lugar de lanzas y flechas, marchan, como malones modernos, en busca de una respuesta para su hambre.

Marco observa, el ventilador al pedo, esa rabia hecha carne marchar.

            ¿Serán estos los pobres olvidados de los que hablaba El Mugrita? ¿Quiénes los lideran? ¿Serán acaso los dignos sucesores de Catriel, de Cañumil, de Pincen, de Nahuel Payum, de Epumer, de Painé, de Namuncurá, de Baigorrita, de Mariano Rosas, de Sayhueque? ¿Tendrán sus líderes las pelotas de aquellos caciques? ¿Lucharán  hasta el fin o negociarán al mejor postor el hambre de mujeres y niños, como lo han hecho siempre, para su propio beneficio, a cambio de las migajas, de generación en generación?

Marco, los ojos fijos en las imágenes.

            ¿Hasta cuándo estaremos a salvo de este malón moderno? ¿Qué brigadier general firmará el documento donde se le entregue la ración correspondiente, y no menos, a los indios amigos?

Marco ya lo ha visto en su pueblo.

Su pueblo no es como dicen en la televisión.

Su pueblo jamás podrá estar a salvo sólo por desentenderse del asunto mediante flores, cemento, alquitrán y quintas.

Marco ya los ha visto. En su pueblo. El de las flores, el cemento, el alquitrán y las quintas. Marco recuerda que pasó caminando entre ellos.

Marco recuerda también cómo lo miraron, en silencio.

Marco, las palmas frías y transpiradas, sintió que se le estrujaba el estómago.

Hubiera preferido que le hubiesen dicho algo. La ciudad está paralizada. Nadie puede entrar ni salir. Nadie les corta el paso. Nadie se atreve a mezclarse entre ellos. Nadie les dice que se vayan.

Los ojos de Marco están clavados en las imágenes, y recuerda que cuando le preguntó a su padre si esto ya había pasado, su padre, que es viejo y aún tiene memoria, su padre, que nunca los privó de nada, le dijo que no. Marco nunca chequeó esa respuesta. Marco aún supone, porque así fue educado, que los mayores por ser mayores poseen la verdad. Además, ¿por qué le mentiría el padre de Marco a Marco, su hijo?

            ¿Primero dudo después existo?

No se puede filosofar con la panza vacía.

No se puede pensar con la panza vacía.

Si uno piensa con la panza vacía puede cometer locuras.

Si uno comete una locura no podrá volver atrás.

Marco, mientras observa la ciudad sitiada, sigue envuelto en un calor que le oprime el cuerpo y el alma, y sus pensamientos

¿Qué será más interesante? ¿Morir en el cemento o en el campo abierto?

Marco piensa en El Mugrita.

Marco piensa por azar en la palabra mugre.

Marco juega en su mente con la palabra mugrecita.

Marco arriesga la conclusión que en los diminutivos se oculta cierto sarcasmo.

La madre de Marco supone que su hijo, Marco, lloraba porque tenía hambre.

Marco supone que su desesperación cuando encuentra la heladera vacía se debe a eso.

Quién hace un paraíso de su pan,

de su hambre hace un infierno.

A Marco la palabra siempre le sigue resultando omnipotente y mentirosa.

 

XII

 

El Mugrita comenzó a descargar los bultos.

Marco lo había visto venir de lejos con su carretilla, llena a más no poder.

Cuando estuvieron a metros uno del otro, El Mugrita disparó:

-¿Qué le parece vivir de la basura?

Marco se preguntó por qué ese tipo tendría la costumbre de empezar toda conversación con una pregunta.

A Marco no le pareció nada al principio. Luego sintió una náusea que estuvo a punto de convertirse en arcada. Debe ser horrible comer lo que otros tiran, pensó. Justamente él, que no come lo que sobra del día anterior. Comer lo que los otros tiran para Marco sería un castigo terrible. O simplemente cuestión de costumbre.

El Mugrita huele a gasoil. El Mugrita hace culto al gasoil. Todo lo arregla con gasoil. Él y toda su gente se bañan con gasoil. Es, según su criterio, el mejor desinfectante.

El Mugrita se frota el estómago.

A bordo de la carretilla, entre toda esa inmundicia, hay un envase de plástico transparente donde se puede ver algo de color verde. Marco piensa que es grasa o algo por el estilo. Marco piensa esto porque también hay algunas herramientas de jardinería. No. Son yuyos. Son yuyos con propiedades medicinales, propiedades que la mayoría desconoce. Son yuyos en agua. Un té casero.

-Me mantiene la presión estable y así puedo trabajar -le cuenta.

También le revela a Marco el nombre del yuyo, pero éste lo olvida de inmediato.

A El Mugrita le duele el estómago.

El Mugrita le confiesa a Marco que el hambre lo tiene loco hace unos días y que comió de una lata que encontró a la vuelta. Dijo que estaba cerrada y limpia. Agregó la palabra nueva. Le muestra la lata. El Mugrita no sabe  qué contenía. El Mugrita no sabe, aparentemente, leer, o no sabe leer el castellano. El Mugrita le pregunta a Marco qué es, y estira el brazo con la lata de color rojo apretada con la mano derecha que huele a gasoil. Marco toma la lata. Está vacía. Marco lee. Marco lee aunque por las características de ese envase ya sabe de qué se trata. Es polvo para hornear. Le pregunta a El Mugrita si estaba llena. Le contesta que sí. Marco concluye por descubrir que El Mugrita, perseguido por el hambre, se acaba de comer una lata entera de polvo para hornear. El hombre que hace culto al gasoil y a la basura le pregunta a Marco si eso es malo. Marco le dice que no, que a lo sumo va a vomitar o a cagarse como tero en caja. Nada serio. El Mugrita se ríe. Marco acompaña. Lo del tero lo ha tentado.

El Mugrita deja de reírse y le comenta a Marco, como al descuido, que la guerra le mató un hijo. Que la gente dice de él con desprecio que es un ciruja. Y que la guerra le mató un hijo; un hijo que alguien le comentó que está lejos, enterrado en un lugar donde él nunca va a poder ir. No va a poder ir porque un ciruja, con toda esa roña encima, jamás podría compartir con otras personas un viaje tan largo, ni corto. Nunca le explicaron nada. Trató de gestionar algún dinero, y nada. Entregar un hijo a la patria no sirve de nada. No vale nada. Él le dijo que no fuera. El pibe se le empacó y le salió con la bandera, con la escarapela, con San Martín, con el honor. El Mugrita le explicó que ni siquiera eran dueños del pedazo de terreno que tenían, y que nunca sería de ellos. El pibe dijo que eso era otra cosa. El pibe le siguió hablando de la bandera, de San Martín, de los Hombres de Mayo y de los Hombres de Julio. Le habló de 1806 y de 1807. Le habló de un juramento que había hecho en cuarto grado. Le habló de “honor” y “deber”. El Mugrita dijo que le dijo que se escapara, que lo iban a matar. El Mugrita recuerda que rescató en los ojos del pibe la ira y la vergüenza. El Mugrita dice que pensó que había sido un error haberlo mandado a la escuela. Que le habían lavado la cabeza. Que le habían prometido el oro y el moro a cambio de su vida. Un pacto. Un pacto diabólico. Por otro lado, el país se abrió de piernas.

-Recuerdo-decía- cuando le llegó la cédula de llamado. Saltaba en una pata. Lo primero que hizo fue ir a la peluquería y cortarse el pelo a la americana. Estaba desconocido. Ahí terminé por perderlo del todo.

Dijo El Mugrita:

-Mi hijo no murió. Mi hijo se dejó matar. Las épocas han cambiado demasiado para pensar todas esas estupideces.

En realidad, Marco desconoce qué efectos puede producir comerse una lata de polvo de hornear. En realidad, Marco desconoce por completo qué es estar muerto de hambre, salvo por lo que le contó su madre.

En realidad, Marco desconoce qué es luchar por algo, o tener un hijo muerto.

En realidad, Marco desconoce que los pobres no tienen patria. Los pobres mueren, más allá de su voluntad, a manos de lo que llaman patria.

 

 

XIII

 

Un pequeño de unos diez años, en equipo de gimnasia azul, y barato, salta y salta sobre algo que Marco, desde su auto estacionado, intrigado, aún no descubre qué es.

Ahora, el pequeño detiene su desenfrenado ejercicio en la vereda de la verdulería y levanta del piso algo que se asemeja a una ramita verde. Es una Mantis.

No cualquiera podría referirse a esa cosa con la palabra «Mantis»; Marco, sí.

La Mantis que pende de los dedos pulgar e índice de ese pequeño de unos diez años, en equipo de gimnasia azul, y barato, se balancea, cadáver, en la tenue brisa que cruza la vereda por sobre los cajones con verduras y frutas podridas y que se pierde calle abajo camino de las quintas.

El pequeño alza la mano por encima de la cabeza y la mira desde abajo.

El pequeño alza la mano por encima de la cabeza y la observa detenidamente desde abajo con devoción científica.

Marco, en su auto estacionado en la puerta de la verdulería,  recordaba que, para los niños de otro tiempo, ese bichito alargado y verde, con su simpática cabecita triangular, con esos ojos grandes y siniestros, con sus brazos largos y espinudos, era un tatadios.

Marco, en su auto estacionado en la puerta de la verdulería, no podía recordar quién le había enseñado ese nombre: tatadios; pero sí recordaba que él se lo había enseñado a sus hijos sabiendo, de antemano, que esa palabra no existía al menos para denominar a esa especie.

Alguien que sale de la verdulería le recrimina al pequeño con equipo de gimnasia azul, y barato, la muerte del insecto, del ortóptero. El pequeño se ríe. Después de todo, piensa, es un bicho inmundo. ¿Cuánto puede valer la vida de ese repugnante bicho inmundo?

Una tarde, su padre, el padre de Marco, de vuelta del trabajo, se había aparecido con un diccionario enciclopédico ilustrado de tres tomos. En casa casi no había libros, y la gran mayoría se los prestaba su amigo, Esteban. En casa no se leían libros.

Marco, en su auto estacionado en la puerta de la verdulería, recordaba que, para los niños de otro tiempo, ese bichito alargado y verde, con su simpática cabecita triangular, con esos ojos grandes y desproporcionados, con una boquita en constante movimiento, con sus brazos largos y espinudos, y que alguien le había dicho (no recordaba quién) que era un tatadios, tenía el mágico don o, mejor dicho, poder, de revelar a partir de una pregunta sencilla y directa, de niño, una pregunta inocente, nada más ni nada menos el lugar exacto donde estaba el Creador, el lugar exacto donde estaba el Hacedor de milagros, del hombre y de todas las cosas, el lugar exacto donde estaba nuestro Padre eterno: el lugar exacto donde estaba Dios.

Las cabecitas de niño trataban de descifrar de dónde habría sacado esa increíble capacidad ese pequeño insecto varias veces inferior en tamaño e inteligencia al hombre. Varias estupideces contestaron los adultos. Como para sacárselos de encima. O por no revelar su ignorancia.

«Tatadios, ¿dónde está Dios?” Y los niños, arremolinados en torno al insignificante animal, tirados en el suelo, las narices casi rozándolo, veían con rostros asombrados, la respiración contenida, cómo éste, muy lentamente, estiraba sus espinudos brazos al cielo. Era una experiencia majestuosa, sublime. Mejor que eso: era un milagro. Nada podía compararse con tal momento. Después, por esas cosas que tienen los chicos, todos se harían la idea de que dormirían esa noche más seguros y protegidos que nunca.

Marco, en su auto estacionado en la puerta de la verdulería, recordaba que buscó, en ese diccionario enciclopédico ilustrado de tres tomos que le había traído su padre de regreso del trabajo, la palabra tatadios. Pero no la encontró.

Se dijo qué raro y lo intentó varias veces más por otros débiles e incongruentes caminos. Pero no la encontró.

Hasta que su padre, que lo estaba observando desde un apartado sillón como si observara su propio fracaso, lo sentenció con mala cara y manera buscala bien, y agregó que para eso iba a la escuela, que para eso estaba en quinto grado, que para eso había gastado no recordaba Marco ahora cuántos pesos en ese diccionario enciclopédico ilustrado de mierda (la palabra «mierda» corrió por cuenta de Marco en ese momento, el momento que su padre lo sentenció con mala cara y manera) y que la escuela cada vez enseñaba peor y que se iba a quejar y un montón de cosas más que Marco, en su auto estacionado en la puerta de la verdulería, ya no recordaba.

Marco, en su auto estacionado en la puerta de la verdulería, la tarde que se apaga, algunos autos rumbo al río, el pequeño de unos diez años, en equipo de gimnasia azul, y barato, que ya no está, se recordó en su azulada habitación, en su cama, leyendo al azar ese inútil diccionario enciclopédico de tres tomos, y que alguna vez calificó de mierda. Marco se recordó en su azulada habitación, en su cama, leyendo al azar ese diccionario enciclopédico de tres tomos, la merienda consumida sobre la mesa de luz y una botella de barro con agua caliente en los pies. Y allí apareció el dibujo, y también un nombre desconocido: Mamboretá. Se sugerían asimismo los nombres Rezadora y Santateresa, que se acercaban más a todo aquello relacionado con Dios. Marco descubrió más adelante la paradoja que ese simpático animalito, con sus nombres santos, encerraba. Sus bracitos no apuntaban hacia el lugar donde vivía Dios sino que eran armas mortales llamados brazos prensores, los que atraparían todo insecto que se le cruzara por el camino. También la hembra de la especie se comportaba como caníbal con su compañero de amoríos devorándole la cabeza al momento de copular. ¿En qué se parecía este asesino a Dios? Tal vez a que su mayor virtud había sido creada por el hombre, y como tal, no existía.

Marco, en su auto estacionado en la puerta de la verdulería, la tarde que se apaga, algunos autos rumbo al río, el pequeño de unos diez años, en equipo de gimnasia azul, y barato, que ya no está, se pregunta si en la imagen de Dios no se esconde un asesino.

A el Mamboretá, la Mantis Religiosa, la Rezadora, la Santateresa o cómo carajo se llame el cadáver de ese odioso animal, se la lleva el viento que sopla calle abajo, rodando, camino a las quintas, a las ilusiones perdidas, al infierno.

 

XIV

 

Un humo blanco y petrificado sobre un fondo de deshojados sauces al doblar la esquina lo recibe.

El canto áspero de un gallo entre las dos luces del amanecer quiebra la calma. Un olor a sudor de caballo que viene no sabe de dónde.

Un olor a bosta y a orina.

Una conmoción en el olfato que lo lleva a las sierras; un ida y vuelta fugaz, instantáneo.

Marco pasó por la casa de El Mugrita.

Por entre los intersticios de la pared vegetal entrevió el fogón que calentaría el agua y las tripas y las manos y el cuerpo.

Un bulto acurrucado.

Marco escuchó perplejo que ese bulto, esa mancha oscura por la falta de luz, estaba rezando.

Marco rescató de entre un torbellino de imágenes alocadas un colorido tótem con una inalcanzable cabeza de mamboretá en la punta.

 

XV

 

El alférez Villegas del 2° de Caballería, de cara al cielo, abre los ojos.

Las nubes corren despacio hacia el este. Sobre una cama de pasto amarillento, interminable, allá, en la pampa, el alférez Villegas del 2° de Caballería, de cara al cielo, abre los ojos, una mañana de domingo, de otoño.

La recorrida empezó temprano. Hace tres días que recorren la pampa. La tropa está agotada. Las nubes siguen desplazándose y tomando nuevas formas que poco después se deshilacharán como grandes fardos de lana.

¿Qué hace el alférez Villegas sobre una cama de pasto amarillento, interminable, allá, en la pampa, el alférez Villegas, de cara al cielo, con los ojos abiertos y confundidos, una mañana de domingo, de otoño?

El murmullo del desierto le endulza los oídos.

El alférez Villegas trata de incorporarse. Se marea. Se queda como sentado, las piernas estiradas, las botas lustrosas como debe ser en un oficial de la patria, los brazos a las espaldas se apoyan en el pasto amarillento, interminable, allá, en la pampa, una mañana de domingo, de otoño.

El alférez Villegas, como sentado, las piernas estiradas, las botas lustrosas como debe ser en un oficial de la patria, los brazos a las espaldas que se apoyan en el pasto amarillento, interminable, allá, en la pampa, una mañana de domingo, de otoño, siente algo caliente que le corre por la cara desde algún lugar de la cabeza. Sangre. Es sangre. Sangre que corre por su cara de oficial, su cuello de oficial, su pecho de oficial, manchando su uniforme de oficial del 2° de Caballería.

A la distancia alguien que se acerca como agazapado, como tigre. A la distancia el sol, que no hace mucho apareció en el horizonte, lo obliga a entrecerrar los ojos, y lo adormece.

En la memoria, el alférez Villegas recuerda a otro alférez Villegas que, junto a un fogón, temprano en la madrugada, comió churrasco de yegua empujado con mate amargo junto a sus compañeros, cagado de frío, girando el cuerpo de cuando en cuando para que la escarcha, la escarcha que caía en la pampa, sobre esa cama interminable de pasto amarillento que era la pampa, ese domingo, ese domingo de otoño, no se le depositara en el lomo o el pecho, como a un animal abandonado a la intemperie y a su suerte. En la memoria, el alférez Villegas recuerda a otro alférez Villegas que anotó, en lo que se parecía a un libro de actas, «34 casos de viruela» el 25 de mayo de 1879; que celebró en el centro de los dominios ranqueles el nacimiento de la patria con un frío que condenaba a la injuria mientras que en Buenos Aires y en Paris los señores políticos, acompañados por distinguidas damas y deliciosas damitas de sociedad, las entrepiernas guardando secretos inconfesos, tomaban chocolate caliente, hablaban de sus logros en la Conquista y hacían números para el porvenir; que bailó y se divirtió; que comió churrasco de yegua empujado con mate amargo; que le apuntaló el ánimo a quienes lo perdían; que se sintió orgulloso de ser un soldado de la patria aunque notó, con tristeza, que la patria lo abandonaba; que se sintió más argentino que nunca en pleno desierto, el frío que le congelaba las bolas, sin recursos, sin carpas, en medio de la nada y con la muerte dando vueltas, ese domingo de mayo de 1879, ese domingo de otoño. En la memoria, el alférez Villegas recuerda a otro alférez Villegas, de recorrida, junto a otros soldados de la patria que, como él, recorren los confines de la pampa ganándole leguas de tierra al indio -un pobre más como ellos- y que otros disfrutarán, ese domingo, ese domingo de otoño.

En la memoria, el alférez Villegas que recuerda a otro alférez Villegas, de recorrida, junto a otros soldados de la patria que, como él, recorren los confines de la pampa ganándole leguas de tierra al indio, un pobre más como ellos, y que otros disfrutarán, ese domingo, ese domingo de otoño, también recuerda que escuchó un zumbido que salió vaya uno a saber de dónde, y que ese zumbido creció sostenidamente. Un zumbido, como si algo estuviese atravesando el aire. Un zumbido que se acerca, que se le viene encima, a él y a su noble cebruno.

El zumbido se apagó de golpe; la luz, también.

Ese alguien, que se acercaba como agazapado, como tigre, ya está frente a él. Ese alférez Villegas del 2° de Caballería  miró a ese alguien que estaba frente a él y descubrió a un indio sólido como una piedra cuyo nombre se le reveló  Melideo, capitanejo de Mariano Rosas. Y descubrió que Melideo, capitanejo de Mariano Rosas, lo apuntaba con una lanza y  preguntaba encolerizado a los cuatro vientos en su lengua qué carajo le pasaba a ese huinca y si quería pelear. El alférez Villegas del 2° de Caballería, ese huinca, los ojos celestes, la sangre que brotaba de un corte mezclado con un chichón a la altura de la sien derecha por la rodada, su noble cebruno boleado a unos cuantos metros, la espina quebrada, dijo, en la lengua del indio, que no, que no pasaba nada, y repitió, con claridad, en la lengua del indio, como para no dejar dudas, que no pasaba nada.

Melideo, capitanejo de  Mariano Rosas, el cuerpo sólido como una piedra, la piel cetrina y lustrosa, las patas anchas, la ropa no hecha jirones, los pelos negros, lacios y limpios, el olor a muerte que despedía su cuerpo, su cuerpo de guerrero, no de asesino, las gotas de sudor por la frente, las palabras reiterativas rebotándole en la boca como una sentencia de muerte, no dejaba de revolver la lanza en el aire a modo de amenaza, y gritó la palabra cobarde.

El alférez Villegas del 2° de Caballería se incorpora. Recuerda entre tanto desconcierto, entre tanto miedo, que tenía un sable, un sable para defenderse, un sable para defender a la patria mientras que en Buenos Aires y en Paris los señores políticos, acompañados por distinguidas damas y deliciosas damitas de sociedad, las entrepiernas guardando secretos inconfesos, tomaban chocolate caliente, hablaban de sus logros en la Conquista y hacían números para el porvenir, un porvenir excluyente y eutanásico. Busca el sable. Lo encuentra. Lo toma. En parte se tranquiliza.

El alférez Villegas del 2° de Caballería recuerda esa mañana de domingo, de otoño, de 1879, cuando entre otras cosas escribió en lo que se parecía un libro de actas «34 casos de viruela», que ya de pie, la sangre que se coagulaba en la cara, sintió un puntazo en el costado y luego un calor tenue al principio que creció suave, hasta ahí, no más.

Marco recuerda esa mañana de domingo, de otoño, de 1879, cuando entre otras cosas escribió en lo que se parecía un libro de actas «34 casos de viruela», y también recuerda que ya de pie, el alférez Villegas del 2° de Caballería, la sangre que se coagulaba y ennegrecía en la cara, buscó el origen de esa sensación y recuerda que vio a Relmo, el hermano menor de Melideo, capitanejo de Mariano Rosas; Relmo, que por esas cosas de los sueños no tendría más de cinco años y sí todo el odio adquirido a fuerza de sufrir noche y día las amenazas y las mentiras del hombre blanco; Relmo, que en el sueño era hermano de Melideo, ensartándolo, a él, a Marco o al alférez Villegas del 2° de Caballería.

Marco no sólo recodaría ese sueño con el paisaje de una mañana de domingo, de otoño, de 1879, allá, en la pampa; no sólo recordaría que ya de pie, la sangre que se coagulaba y ennegrecía en la cara, había buscado el origen de esa sensación, que se traduciría en el principio, sólo el principio, de su muerte, tan sólo el principio, sino que recordaría para siempre los ojos de Relmo y el placer, el odio,  la venganza, y el aviso de quién y quiénes copaban y coparían esas llanuras, y la ciudad, y todo, que  en esas oscuras profundidades leyó.

Es una suerte que no se pueda soñar lo que no se ha experimentado.

Los muertos no sueñan.

 

XVI

 

-¡Hay, Marquito, Marquito! Vos te la pasás mucho tiempo metido en tu casa.

Patricio, el mate que se termina con la última chupada, la cabeza que va de un lado a otro mientras sonríe y estira el brazo.

En otro tiempo acostumbraban ir a un barsucho de otro pueblo a tomarse un vino. Un barsucho que, como su dueño, se negaba a morir en nombre del progreso.

El destino los separó.

El destino los volvió a unir.

Aquí, todos esos lugares nuevos, que arrasaron con la historia, carecían de la esencia necesaria y vital para empezar, según ellos, una conversación. Esos lugares nuevos eran estériles, incapaces de producir un pensamiento útil. Sólo servían para chanchullos o simplemente mostrarse.

El día se mantenía caluroso y pesado.

De la lluvia, ni noticias.

Por un lado, mejor.

Dos sillas bajo los árboles del fondo de la casa de Marco, único mobiliario en aquella modesta representación terrenal.

Marco, el mate que se llena espumoso, le preguntó a Patricio, sin meditación previa, bajo los árboles del fondo de su casa, si estaría enloqueciendo. La eventual relación con El Mugrita lo tenía inmerso, enredado en pensamientos, visiones y preguntas que no tenía la menor idea dónde lo llevarían.

Patricio, bajo los árboles del fondo de la casa de Marco, no se sorprendió. Patricio, con naturalidad, habló. Habló de su venida a esos lugares perdidos y, en algún sentido, abandonados por Dios, a cincuenta kilómetros de la Capital. Habló del aire puro; habló de la alegría de su esposa; habló de la mirada de sus hijos; habló de su reencuentro con la escarcha colgando del pico de una canilla; habló de una mariposa con alas color azul metalizado que -cosa extraña- se posaba sobre la bosta fresca de caballo; habló del aroma a loción para después de afeitarse que venía de otra casa; habló del olor a humo que despedían las heterogéneas chimeneas vecinas durante las noches de invierno, esas noches con un cielo como vidrio, la Cruz del Sur nítida y perfecta;  habló del sonido de la lluvia que caía sobre el techo del dormitorio y que creía olvidado. Habló de ranas y de sapos, y de grillos en la madrugada. Habló de crías de anguila. Habló de miles de bichitos de luz. Volvió a hablar de la Cruz del Sur, y en su hablar reconoció que había aprendido su posición exacta en el firmamento cuando le leía una revista a su hija en la cama, a la luz de una vela. Habló de las Tres Marías y dijo que, en realidad, había aprendido que era el Cinturón de Orión. Habló también algo sobre los egipcios y de la idea que habían tenido de recrear el universo en la tierra. Habló de unas florcitas amarillas que por miles cubrían los parques y potreros al comenzar el otoño.

Patricio, bajo los árboles del fondo de la casa de Marco, recordó, con naturalidad, que cuando él y su esposa decidieron venirse para estos lugares perdidos y, en algún sentido, abandonados por Dios, a cincuenta kilómetros de la Capital, con sus calles de tierra destruidas, con sus zanjas abiertas, con mucho alambre y cerco vivo por protección, con pozos negros, con agua de bomba sin ese asqueroso gusto a cloro, con almacenes casi de ramos generales,  con hombres de a caballo, con eventuales majadas, con anacrónicos lecheros de puerta en puerta, con campos interminables, con un frío de morirse y una calefacción limitada producto de la leña, el kerosén o la electricidad, con los colchones y  las paredes de toda la casa verdes de moho, con los chicos avisando en la madrugada que tenían frío, con una antigua idea de reflotar aquellos viejos  sueños de jóvenes para poder así escapar del agobio citadino, renunciando a los logros obtenidos hasta el momento,  Patricio, bajo los árboles del fondo de la casa de Marco, recordó que todos sus amigos, todos sus conocidos y todos sus familiares les preguntaron, a él y a su señora, si habían enloquecido, si estaban en pedo.

El sonido del viento cálido de febrero atravesando las miles de hojas de estos viejos árboles es agradable. A metros, sobre una higuera, un zorzal engulle desesperado la fruta madura que se le ofrece deliciosa, como una virgen.

Patricio recordó, en otra escena donde aparecía una escuela que nada tenía que ver con las escuelas que había conocido hasta ese momento, que el primer día que fue a trabajar allí el barro le arruinó un par de zapatos de marca que amaba con locura.

Patricio recordó, el mate no tan caliente ya como el anterior, que el primer día que fue a trabajar a esa escuela, un montón de pibes lo miraron como esperando algo, y que él no pudo descubrir de qué se trataba.

También recordó que cuando regresó a casa se tiró en un sillón, agobiado por tanta miseria, tanto moco colgando, tanta alpargata bigotuda. Esa sensación se repitió una y otra vez hasta el cansancio, hasta la obsesión.

En una reunión perdida en la nostalgia y con pisos de mármol, varios le preguntaron quién lo había mandado a meterse en esos lugares, cómo se le había ocurrido, a él, a Patricio Sosa, con todo lo que le había costado ubicarse en la vida, una ubicación que otros hubieran pagado para estar allí, codearse con esos menesterosos, con esos eternos excluidos.

Esos que alguna vez le preguntaron a Patricio, sorprendidos e indignados, preguntas que no merecían la pena responder, se olvidaron de inmediato del asunto.

La voz de Patricio reapareció luego de un largo silencio.

Tal vez esa sería una oportunidad, se dijo Patricio. ¿Pero una oportunidad para qué? Patricio reconoció que también había pensado que había enloquecido. De un día para otro, la vida lo había arrojado a un lugar desconocido y a la reflexión.

También pensó que estaba malgastando su tiempo.

También pensó volver a la ciudad.

También se le ocurrió pensar que eso no era casual.

Pero se quedó.

Patricio le contó a Marco que se había preguntado más de una vez cuál sería el futuro de esos pibes, esos pibes maltratados en las casas; a veces, hasta violados por los propios padres. Pibes que en su gran mayoría estaban esperando que toque el timbre para desayunar, almorzar o merendar. Pibes que estaban con la mente en otro lado. Pibes a los que se les hablaba y parecía como si estuvieran escuchando, pero no, estaban encajados en sus propias miserias, empantanados en el estiércol putrefacto que son sus estrechas vidas; sus vidas que, al parecer, no valen nada.

Patricio le contó a Marco que se había preguntado más de una vez qué tenía que ver él con el futuro de ellos.

Patricio le contó a Marco que, a veces, en las horas que le robaba al sueño, en la cama o en el sillón del living, ya no veía en la oscuridad de la noche a la mariposa azul metalizada, la Cruz del Sur o a un Patricio más joven con una niña pequeña, una revista y una vela; Patricio veía la imagen de miles de pibes observándolo fijamente, las manos extendidas, en silencio.

Un día, un día que no pudo precisar, la idea se le presentó clara.

Patricio, por esas cosas del destino, tenía en sus manos la última oportunidad de reconocer al otro.

Un chimango posado en la punta de un pino chilló. Cerca, temerariamente cerca, dos calandrias le revolotean con claras intenciones de atacarlo o hacerle perder su delicado balance. El nido debe estar cerca, y ellas no quieren correr riesgos.

-Lo peor que le puede pasar a un hombre es que su espíritu, como un pozo negro, se vuelva impermeable –dijo Patricio.

Marco, ahora un trozo de pan, luego un trozo de longaniza, escuchó.

-Para el pozo negro su realidad son las inmundicias que contiene. En estado normal, cuando funciona eficientemente, procesa su realidad manteniendo su volumen en niveles aceptables. Un pozo negro que sirva como tal, que tenga vida, jamás estará libre del ejercicio de procesar excrementos y aguas negras. Sin embargo, un día, sin motivo aparente, no para él, sino para nosotros, deja de funcionar; su realidad se torna ingobernable y lo transforma en algo inútil, y a la larga o a la corta rebalsa y termina indefectiblemente por destruirlo. Nosotros, envueltos en nuestra ignorancia, culpamos a los dioses por tan desastroso evento, sin saber, o aparentando no saber, que su muerte es el resultado de un proceso que se inició hace tiempo ajeno a nuestra atención. Al final llegamos a la triste conclusión que ese evento tan desastroso como sorpresivo  podríamos haberlo evitado si hubiéramos estado atentos.

“Por eso creo que lo peor que le puede pasar a un hombre es que su espíritu, como un pozo negro, se vuelva impermeable, impermeable a lo que pasa alrededor.

“Marco, o dejás que los otros te cuenten la realidad mientras te la pasas sentado cómodamente en el sillón del living, o salís a la calle, te guste o no, a pelearla día a día y ver en qué podés ayudar”.

Patricio, la mano que busca un trozo de pan y uno de longaniza, lo miró a Marco y sentenció con la misma naturalidad con que comenzó su relato:

-Comprender la miseria del otro es una acto solitario, introspectivo, diría que hasta doloroso, donde la experiencia o la opinión de los demás, simplemente, no vale nada.

 

XVII

 

El tornado que pasó por el barrio aquel otoño fue devastador.

Cientos de árboles de distintas especies y tamaños fueron derribados sin piedad, sin misericordia. Se desplomaron, como se desploma una esperanza, un proyecto.

Acurrucados en la cama, esa madrugada, Marco y su familia escucharon el viento. Un viento que por momentos era ensordecedor. Un viento que por momentos parecía como si hablara.

La luz se cortó.

Los chicos nombraron a Marco y a Carmen varias veces durante la noche. Varias veces. El miedo no es sonso, le dijo Marco a Carmen; y se sonrió. Se sonrió al saberse protegido por su casa. Se sonrió para encubrir, para no delatar el miedo que a él, desde chico, también le provocaba escuchar el viento rugir.

Por la mañana, la gente salió de sus casas y vio con tristeza y resignación los destrozos.

Los árboles caídos en las calles.

Los árboles sobre los techos. Los cables de alta tensión en el suelo enredados entre las ramas de los árboles.

Hace una semana que no tenemos luz.

Es mayo, llueve sin descanso, y hace una semana que no tenemos luz.

No tenemos luz y el mundo parece haber retrocedido en el tiempo.

Es mayo, no tenemos luz, y los gansos de siempre discuten a quién le corresponde despejar el terreno para que empiecen los trabajos.

La escuela del barrio cerró sus puertas. Es lógico. Así no se puede trabajar. No hay agua. Los baños no funcionan. Sin agua y sin baños las pestes acabarían con todos en un momento. Es la primera vez que Marco escucha algo coherente. A Marco siempre le agrada que la coherencia y el sentido común lo tomen por sorpresa.

Marco, como si fuera un juego, tomó una botella de plástico, la cortó al medio y, utilizando la parte del pico, se dispuso a hacer un filtro casero.

-¿Micaela -le preguntó a su hija-, te acordás cómo se hace un filtro casero?

Micaela sonrió y  recordó. Andrecito miró con desconfianza. Marco imaginó una aventura perdidos en medio de la jungla.

Dejó de llover.

Por ahora dejó de llover.

¿Se habrán puesto de acuerdo los gansos de siempre?

Marco, Micaela y Andrecito sentados al lado de la pileta están filtrando agua.

El agua de la pileta es verde.

El agua de la pileta es sucia.

El agua de la pileta, en mayo, está llena de bichos.

Al segundo bidón Micaela le preguntó a su padre si por hacer lo que estaban haciendo eran pobres. Marco dijo que no. Marco dijo que era sólo un juego. Marco dijo que el agua la utilizarían sólo para bañarse.

Hay ciertas personas que dicen que la luz vendrá dentro de quince días.

Hay ciertas personas que dicen que la luz vendrá dentro de un mes.

Hay ciertas personas a las que les gusta jugar a “preocupar a la gente”.

El cielo amenaza con desplomarse nuevamente.

El gallo de la veleta del vecino marca viento del sudeste. Ahora marca del este.

Marco se pregunta si los que dicen todas estas cosas lo dicen por decir, porque es cierto o para castigar de una manera psicológica y cruel a alguien.

Los que dicen todas estas cosas utilizan la fórmula cuantos más estén metidos en la misma mierda, mejor.

Después de todo, piensa Marco, el bidón que se llena gota a gota, este país siempre estuvo y estará acostumbrado al sometimiento, no a al sacrificio.

Marco sentencia: el sacrificio es otra cosa. El sacrificio, aquí, en estas latitudes es cosa de giles, de viejos chotos, de inmigrantes, y además, mal recompensado.

Hay personas que ya abandonaron el barrio con los baúles de los coches llenos de comida, y con una puteada en los labios para la empresa que brinda el servicio y otra para la comuna.

Hay personas que ya alquilaron o se compraron un grupo electrógeno y que se vayan todos a la mierda.

Filtrar agua es lento y aburrido, dice Andrecito.

Filtrar agua es lento y aburrido, dice Micaela.

Filtrar agua es lento y aburrido, piensa Marco.

¿El Mugrita filtrará el agua inmunda del arroyo que corre al lado de su casa?, pensó Marco mientras pensaba, además, que filtrar agua era lento y aburrido.

En el barrio no todo es sombra.

Por cuestiones del azar hay sectores que tienen luz. Y bien que se lo hacen saber a los otros. A los que no tuvieron esa suerte.

Carmen le dice a Marco que esas personas prenden todas las luces de la casa y la de los jardines por seguridad.

Marco le discute. Marco supone que lo hacen para refregárselo en la cara a los boludos eternos.

Carmen le pide a Marco que se deje de delirar, que el agua ya se calentó, que se vaya a bañar, y que no se olvide la jarrita de aluminio.

Marco, mientras se baña a la luz de una vela, piensa, entre otras cosas y por un segundo, en la palabra gasoil.

 

XVIII

 

 

El hombre le preguntó qué le parecía.

Marco examinó por un instante esa cosa extraña y fría en sus manos y dijo que estaba bien.

El hombre le dijo a Marco el precio.

Marco, examinando de nuevo esa cosa extraña y fría en sus manos, dijo está bien.

El hombre le pidió que firmara unos papeles y agregó que habría que esperar unos días.

Marco, sin inmutarse, contestó, mientras dejaba la cosa sobre el mostrador, que no era inconveniente, y agregó (esa costumbre de llenar los silencios) que la burocracia argentina siempre caía sobre los más débiles, y que los únicos que llenaban y firmaban papeles comprometedores eran las personas honradas.

El hombre se sonrió y guardó los papeles en un sobre tamaño oficio color madera que puso al resguardo bajo el mostrador, el mostrador donde todavía estaba la cosa.

Marco le preguntó de nuevo si sería suficiente.

El hombre le dijo: mi amigo, con eso puede bajar un elefante.

Las intenciones de Marco no eran bajar un elefante.

Ni siquiera una persona.

Sólo buscaba seguridad. Algo donde depositar su tranquilidad. Marco dudaba.

Marco le preguntó al hombre si no sería demasiado.

Marco había pensado en un pistolón de caza del doce.

El hombre dijo que no, que para los tiempos que corrían debía tener algo que no admitiera errores, algo certero.

Además el hombre le recordó que él mismo, Marco, le había dicho que no tenía experiencia con las armas, que para él era un tema nuevo.

El hombre agregó que las armas de hoy no son como las de antes, y que la que acababa de comprar era segura como un bebé.

-Eso sí -concluyó-, practique unos cuantos tiritos.

Marco pensó en José.

José tenía un pedazo de tierra importante donde hacer un poco de puntería. Hoy mismo le iba a hablar para ver cuándo podría pasar por la casa.

            José sabe de armas.

José tiene un arsenal en la casa. Él dijo siempre que era por seguridad, por lo del alambrado, pero no agregó nada más. Marco siempre se preguntó por qué tanto miedo. Marco suponía que José le estaba escondiendo algo.

Marco no había consultado la compra con Carmen.

Marco siempre consultaba sus compras con Carmen. Ésta, no.

Marco se retiró del negocio pensando si había hecho lo correcto.

 

 

XIX

 

Por el camino de tierra comenzó una marcha.

Por el camino de tierra colorada y tosca comenzó una marcha alocada, una marcha de panzas vacías y mentes calenturientas, e igualmente vacías.

Doble vacío para esas pobres almas al desamparo de la noche.

Doble peligro.

Las almas que comenzaron la marcha por el camino de tierra colorada y tosca no tienen nada que perder.

¿Por qué han iniciado esa marcha los hombres con panzas vacías y mentes calenturientas mientras que en la noche otras gentes duermen entre sábanas limpias y perfumadas?

¿Qué es lo que reclaman?

¿Qué es lo que recriminan?

Alguien dijo por ahí y en voz baja, que algún día eso podría suceder, pero nadie escuchó.

Alguien dijo por ahí y en voz baja, que algún día eso sería inevitable, pero, igualmente, nadie escuchó.

Dicen que los hombres que nada tienen que perder son doblemente peligrosos.

 

 

XX

 

El Mugrita le dice a Marco que es una vergüenza que se ataque tan descaradamente la dignidad de una persona.

Marco le pregunta cómo se llama el yuyo que acostumbra usar para las infusiones diarias.

El Mugrita lo define bajo el nombre de «paico» o «payco» con y. Pero agrega que ahora sólo toma y come aloe; que tipos de yuyos hay muchos, pero que ya casi no se consiguen.

-Cuando esto era un campo, más campo que ahora, uno pescaba anguilas en este arroyo así de grandes. Nadie me cree. Cuando uno para la gente es un ignorante, es ignorante en todo. Después, lentamente, empezó a contaminarse, como en todos lados. Antes, en la puerta de mi casa, a la tardecita, usted podía contar más de treinta cuices de todos colores, de todos los tamaños. Hoy, si tiene suerte, si no lo descubren los perros primero, ve uno. La naturaleza avisa. Avisa con tiempo. Claro es que hay que estar atento. Los tiempos que corren no dan para la reflexión. La naturaleza siempre avisa con tiempo. Nosotros no nos damos cuenta, o no nos damos el tiempo, pero la respuesta está ahí. ¿Vio los techos de las casas todos llenos de musgo? La gente paga fortunas para que se los limpie. La gente no sabe. Esos mismos que dicen que soy un ignorante, entre otras cosas, me pagan fortunas para que se los limpie. Porque yo hago ese trabajo. Entre pitos y flautas, me saco unos buenos pesos. Con un poco de cloro, un poco de estropajo de acero y una soga quedan, por un tiempo, como nuevos. La soga la uso por seguridá. Ya una vez me caí de un techo y me salvé de suerte. La inexperiencia se paga, mi amigo. Le decía, ese musgo que afea los techos y que la gente se apura a sacar, es un seguro de vida. ¿Sabe por qué? Porque cuando existe lluvia ácida es lo primero que desaparece, lo primero que se muere. ¿No lo sabía? No se preocupe, no es el único.

El Mugrita le convida un mate. Marco duda al mirar la bombilla. Termina aceptando con un “por qué no”.

También le cuenta que su anemia lo tuvo a mal traer; y que ya casi anda por los setenta años, que no tiene jubilación, que su mujer no tiene pensión alguna y que nadie se hace cargo de su miseria. La comida que saca de las bolsas de basura ya no le alcanza para las gatos y perros que tiene. Ni para ellos mismos.

-La gente no tira tanto como antes. Fíjese en los canastos.

También le cuenta que sigue siendo evangelista y que eso es lo único que lo mantiene con vida. Mientras crea en el Señor, aunque las piernas no le respondan como antes en la mañana, aunque la vista se le nuble al levantarse de ese catre mugroso todas las mañanas, vale la pena seguir peleando.

Sufriendo debió ser la palabra. La palabra justa.

La muchacha de una familia conocida de Marco pasa en bicicleta y saluda a El Mugrita.

-¿Cómo anda? -grita la mujer.

El Mugrita la saluda efusivamente con los brazos en alto y le pregunta cuándo se van a congregar en la gran mesa del Señor.

A Marco estas cosas también lo inquietan, por no decir que lo atemorizan.

 

 

XXI

 

-¡¿Quién anda ahí?!

-¡Shsss! ¡Callate, mujer!

 

XXII

 

 

Su mano se dispuso a abrir  la puerta del cartero que trajo exclusivamente de un viaje por trabajo al exterior .

Marco recordó la cara de Carmen cuando abrió la caja, meticulosamente envuelta, al encontrarse con una exclusiva casita de madera con sutiles dibujos de colores fileteados.

Marco recordó que los chicos también se sorprendieron al ver tan delicada obra. Micaela había preguntado para qué servía.

También recordó la pregunta que cuestionaba la conveniencia o no de dejar el cartero en la puerta de calle, desamparado e indefenso, a mano de algún eventual ladrón, o, lo que consideraban peor aún, a la vista de tanta persona envidiosa. Era lógico: la cosa era llamativa, casi una rareza en esos terruños.

Marco prometió amurarlo lo mejor posible para evitar preocupaciones innecesarias. Los chicos y la misma Carmen preguntaron si él de verdad sabía cómo hacer el trabajo. Marco no era muy hábil como albañil. Contestó que sí. En cuanto a la envidia, no prestó mayor atención. Ya estaba acostumbrado.

Marco recordó lo que siempre había pensado: en los carteros hoy ya no se depositan cartas. Se refería, claro está, a las cartas de persona a persona. De todas maneras, ese pequeño monumento a la comunicación humana serviría más al modesto propósito de adornar el frente de su casa que al de recibir alguna noticia esperada con ansiedad para luego disfrutarla, como hacían nuestros abuelos.

Marco también reavivó una idea que siempre había tenido acerca de los carteros, buzones o como quieran llamarlos, pero la anuló lo más rápidamente posible. Sintió temor.

Qué contradicción. Estaba convencido de que en la era de la comunicación la gente se encontraba cada vez más incomunicada, más sola. Las cartas, sin duda alguna, eran cosas de viejos; cosas de otra época.

Algo eventual lo llevó a verse subiendo una vieja escalera de cemento. La mente tiene esas cosas. La mente para quien se detiene un momento, para quien se aparta un momento del frenesí cotidiano, tiene esas cosas. La frase se le presentó nítida, vital, fresca:

Mio piccolo fratello è morto.

Esa escalera que lo llevaba a la casa de altos de sus abuelos con él mismo veinticinco años atrás trepándola cansino, revivió entre miles de recuerdos deshechos.

¿Por qué recordaba eso? Habían pasado tantos años que hasta dudó; dudó que eso realmente le hubiese sucedido.

La anciana, que estaba sentada y mirando a través de una ventana con vidrios repartidos, un papel apretado en la mano derecha, la mano en su regazo, lo recibió como se recibe a un fantasma, a un desconocido, a una sombra. Su Nonina, la que en una foto en blanco y negro, de bordes festoneados, lo ayudaba para que llegara a las nubes sentado en esa hamaca entre dos viejos paraísos que hoy ya pertenecen a un pasado que a nadie importa contar, sin dejar de mirar a través de esa ventana de vidrios repartidos donde el horizonte se limitaba a los techos vecinos, le dijo, mientras que en sus recuerdos jugaba juegos que le parecieron alguna vez olvidados, en la figura de la niña que fue, o descolgaba con una caña larga nueces de un viejo nogal en un pueblito del Piamonte, pueblo que él, Marco, no conoció, conoce, ni conocerá jamás, que su hermanito, su piccolo fratello, había muerto.

Marco, esa vez, no pudo dimensionar  lo terrible de la noticia.

Abrió la puerta del cartero.

Recordó que los chicos, en la mañana, le habían pedido que no olvidara lo de la TV satelital.

Estaban emputecidos con la TV satelital; y Carmen, emputecida también, se había unido al reclamo.

-¿Y por qué tener TV satelital? –preguntó inocente.

Literalmente lo acribillaron.

-Porque la TV satelital está piola.

-Porque mis amigos y compañeros la tienen.

-Porque la TV satelital tiene programas de onda.

-Porque cuando en clase todos hablan yo me quedo afuera de la conversación.

Se olvidaron de decir porque el que no la tiene se quedó afuera del sistema.

            ¿Qué son veinte pesos?

            ¿Qué son treinta pesos?

            ¿Qué son cincuenta pesos?

¿Qué son cien pesos?

Esa puta costumbre de no darle valor a las cosas.

Se quedó mirando hacia la nada.

El aire huele raro.

Al rato se agachó para verificar.

En el interior del cartero había dos papeles.

Uno, una boleta con membrete para pagar una tasa por servicios casi inexistentes. El otro, el otro era un telegrama de despido. Su despido. Se llevó la mano a la boca. Ahora sí cualquier suposición quedaba fuera de juego. No más oraciones condicionales del tipo “qué pasaría si”.

Marco se llevó la mano a la boca, y entre un revuelto de sensaciones extrañas, como un ciego, tanteó, antes que la desolación lo colmase, una sonrisa.

 

XXIII

 

Empezó el escrito en un papel cualquiera con un “Yo, Marco Andrés Villegas”, y continuó “según dice mi documento, ese maldito papelucho que para lo único que me ha servido fue para trámites estúpidos o para votar a estúpidos inescrupulosos e inoperantes que terminaron de arrancarme lo último que me quedaba”. Por un momento estuvo tentado de escribir el número  para que nadie pudiese confundirlo con otro “Marco Andrés Villegas”. Este Marco Andrés Villegas era de este paraje, de esta ciudad, de esta provincia, de este país: de otro lugar, no. Sintió algo de curiosidad por vislumbrar la posible sensación que le causaría si alguien lo nombrara “Doce Millones”.

Marco se encontraba allí, en actitud desconocida, escribiendo, solo, en el comedor de su casa, una fina capa de tierra sobre la mesa, una verde mancha de humedad al costado de la pared, sin que nadie le preguntara si era que había enloquecido o enfermado repentinamente, sin que nadie lo juzgara por la pérdida o no de su tiempo, por lo intrascendente de su conducta sorpresiva, tratando, bajo esa forma extraña e indigna para él, declarar ante todo aquel que lograra leer eso, si  no se traspapelaba primero o caía bajo su declarado (gracioso para algunos) e inocente perfil piromaníaco, que, hasta ese momento, su paso por la vida había resultado estéril, inútil, innecesario.

Escribió: He tenido la suerte de quedarme sin trabajo.

Eso había sido la estocada final.

Después de una ponchada de años dedicándose a obligaciones que iban desde controlar despertadores a cuerda -al principio- y luego la pila de otros para no llegar tarde, después de viajar por todo el planeta como si fuera el dueño, porque eso le habían hecho sentir y creer, después de incrementar sus conocimientos a costa del sacrificio de terceros para estar un paso adelante sin tener muy en claro qué significaba eso, hasta cuidar los intereses de desconocidos más que los de su propia familia -aunque su familia (daba fe), eso nunca se lo hizo notar porque nunca les faltó nada-, escribió que, después de todos esos años, la cosa se terminó. La mente, en tales circunstancias, le trajo una idea detrás de otra, con o sin justa razón, con o sin sentido, y se las puso sobre una mesa imaginaria como si fueran un montón de fotos viejas desprolijamente desparramadas. Siempre había pensado que esas situaciones, esas angustias, las pasaban los otros. Como El Mugrita, como los pibes que habían enloquecido a Patricio. Días atrás Patricio le había comentado que un alumno, un tal Alejandro, había aparecido ahogado en el río. Los diarios y la gente dijeron que se había caído, dijeron que lo habían empujado… Patricio estaba convencido de que, simplemente, se había suicidado. Podía existir algo de lógica en eso último. Después de todo, qué más se podía hacer cuando uno está sumido en la eterna miseria, en la eterna violencia, en el eterno desprecio de los demás, y, lo que es peor, en una infinita desesperanza. Cuando se vive amenazado las veinticuatro horas del día por la incertidumbre el hombre se abandona a los instintos más cobardes.

Leyó que había escrito He tenido la suerte de quedarme sin trabajo, y agregó en otra línea y, poco a poco, también me estoy quedando sin nada. ¡Qué se vaya todo al infierno! A lo mejor a partir de esa pérdida existía la remota posibilidad de que algo nuevo naciera. Sabía que más de uno iba a decir que las dos cosas que siempre lo  caracterizaron, su sabiduría y su sentido común, en el momento que más los necesitaba, ese momento, lo habían abandonado, lo habían traicionado. ¿Que Marco Andrés Villegas había enloquecido?; ¿que Marco Andrés Villegas debía ver un psiquiatra? Escribió con trazo firme Yo, Marco Andrés Villegas, según dice mi documento, el que me sirvió, entre otras cosas, para elegir a mis verdugos, escribo en un papel mientras el fantasma de mi padre me acecha desde el recuerdo desaprobándome por mi conducta insolente: yo me río de todos ustedes; yo me río en sus putas y apergaminadas caras.

Sintió una extraña sensación de libertad, una bocanada de aire. Escribió: Me he tomado el tiempo para leer algunas cosas. Le resultó curiosa la palabra tomado. ¿Por qué no se había tomado ese tiempo valioso antes? ¿Por qué hacerlo ahora cuando todo indicaba que no había salida? Había algo en la frase; algo oculto. Siempre lo habían tratado como a un sujeto. Siempre había estado sometido a la voluntad de los demás, a las ideas de los demás. Hacía tiempo que había perdido el hábito de la lectura. Más allá de lo estrictamente profesional, la lectura había quedado en el recuerdo. En ocasiones, palabras más, palabras menos, leía, ecléctico, cosas, y sentía como si se estuviera leyendo a sí mismo. Eso lo reconfortaba. Leo a los saltos y me  adueño de pensamientos aislados, pero, creo, significativos. Ojalá pudiese alguna vez escribir aunque fuese una sola línea realmente importante. Transcribió, preciso, desde su memoria: El hombre puede llegar a ser una fiera para los otros hombres: ni el más fuerte puede estar seguro, porque de vez en cuando tiene que dormir y el enemigo aparentemente debilucho es capaz de acercarse durante el sueño y apiolarle sin problemas… La vida de los individuos permanentemente enfrentados unos a otros, siempre temiendo el golpe fatal, es una existencia oscura, brutal y corta.

Estas palabras le habían quedado dando vueltas en la cabeza, inyectando su veneno en las fibras más pequeñas, un cáncer extendiéndose anárquicamente a través de las células, y lo habían sumido aún más en la desesperación. Marco Andrés Villegas, la noche en el parque y en el alma, se preguntaba si seguía pensando sobre él como ese hombre fuerte en  permanente conflicto con los otros hombres. Se preguntaba si seguiría siendo el mismo Marco Andrés Villegas que miró displicentemente a El Mugrita aquel domingo mientras trataba de arreglar la cerradura de la puerta de su auto. ¿Cómo podría él, Marco Andrés Villegas, pensar semejante cosa ahora que estaba sin trabajo, sin obra social, sin protección, sin la menor idea de qué hacer, sin siquiera una mínima posibilidad de que el futuro, su futuro y el de su familia, cambiase? Pero descubrió que tampoco pertenecía a la clase de gente como El Mugrita. Para ser como El Mugrita había que nacer… Mugrita. Estaba parado en el medio de dos mundos. Se sentía un paria en un purgatorio, sufriendo eternamente el rechazo de los condenados al Cielo y el de los condenados al Infierno. Se sentía un paria en un purgatorio que se aferraba a todo lo acumulado durante años por miedo a ellos. La pregunta se le apareció cristalina: ¿por cuál de todas las cosas que tenía, materiales e inmateriales, lo vendrían a buscar?

Escribió: Todo pecador debería pagar por sus pecados. ¿Pero por qué justo él, Marco Andrés Villegas, escribía semejante frase, con ese resabio religioso, él, que, en el comienzo de su miserable peregrinar por la vida, le pidió explicaciones a Dios, que  renegó de Dios, que  puso en duda la existencia de Dios, cuando el niño que fue, por distracción, por inocencia o por estupidez, se partió la frente al llevarse puesto un poste de luz que siempre estuvo ahí para que lo vieran a la salida de la iglesia, la primera vez –y última- que, eufórico, asistió a una misa? La catequista le mintió descaradamente. ¿Dios castiga al culpable y al inocente? ¿Dios castiga al niño que va a misa? Un paria. De la noche a la mañana se había transformado en un paria, y eso, no lo hacía ni más humilde, ni más sincero, ni lo liberaba de sus pecados. No, ya no se sentía poderoso, se había transformado en una cosa tambaleante que esperaba que le sucediera algo nefasto, tal vez, su final. Descubrió atormentado que esta nueva situación, de ahí en más, lo sometería a un enfrentamiento permanente y más descarnado con los otros hombres que desconocía y que lo desconocían, que le harían pagar su soberbia, su incapacidad ancestral para tratar de conocer al otro. Su excursión al mundo de los desamparados, al mundo de los desprotegidos, al mundo de los que no tienen nada y están más cerca de tenerlo todo, no había sido lo suficientemente larga como para transformarlo, como para rehumanizarlo. Al igual que una excursión escolar, esa experiencia no le había servido de nada.

-¡Marco, Marco, esto es una tragedia-interrumpieron sus cavilaciones los gritos de Carmen-. ¡Se desbordó el depósito del baño! ¡La pieza está inundada! ¡La alfombra, por Dios!

Marco, sin levantarse de la silla, miró a su mujer. Ella descubrió los papeles sobre la mesa.

-¿No me digás que estás buscando trabajo? Espero que el currículum que vayas a escribir sea lo suficientemente bueno para que te den bola. Esto ya no lo soporto más. Y ahora este depósito de mierda… A ver si te apurás, por favor, porque nos vamos a ahogar todos.

Doce Millones, luego de solucionar como pudo el problema, se fue para el dormitorio y antes de dormirse se preguntó si los enemigos estarían sólo afuera.

 

XXIV

 

Los pies se posaron sobre la baldosa fría. Rápidamente una descarga le subió por las piernas hasta hacerle contraer los músculos de la espalda.

Había saltado de la cama como un resorte.

-¿¡Sentiste!?, ¿¡sentiste, sentiste eso!? –le susurró con miedo la mujer mientras le tironeaba del piyama.

-¡Te dije que te callés! –le ordenó en voz baja y nervioso-. ¡Dejame oír! ¡Y no encendás la luz!

Villegas de pie, las botas lustrosas, la bata gruesa calmándole los chuchos, abrió el cajón de la cómoda y su mano, a tientas entre medias y calzoncillos, hizo contacto con el frío metal.

-¡Quedate callada! Voy a ver qué pasa.

Los ruidos habían cesado. Los ruidos que venían del living habían cesado por completo. Me están esperando, pensó. Ya están acá, pensó.

Buscó a tientas el interruptor de la luz. Cuatro tipos en abanico estaban al frente. Villegas dejó caer los brazos a los costados, el arma inútil en la mano derecha. Tres de los tipos lo apuntaban. Nadie habló. El cuarto, con un cuchillo, se adelantó hacia él; lo miró a los ojos. Marco se miró en los ojos del visitante nocturno.

-¡Haga lo que tenga que hacer! -Ordenó Villegas, y la orden le sonó ajena.

Un movimiento veloz y exacto dibujó un semicírculo brillante de izquierda a derecha. Marco dejó caer el arma, y todo el cuerpo.

Sin buscar explicaciones, vio, desde el aire, las sombras, ya más distendidas, alargándose en el interior de las piezas.

 

XXV

 

Carmen lo atajó a Marco, la mano derecha en la garganta, los ojos desorbitados, volviendo del living.

Ya están, trataba de decir, ya están.

Marco tosía, quería regurgitar. En medio de gesticulaciones violentas y del ya están quería alertar a los suyos. No podía. Algo lo ahogaba.

-¡Marco, me estás asustando, por favor! -Le imploró Carmen mientras se apuraba a salir del lecho, las cobijas, como brazos, tratando de retenerla por las piernas.

Los chicos se despertaron y comenzaron a llorar. Uno a uno saltaron de sus camas y se agregaron a la escena.

-¡Andrecito, andá a buscar agua a la cocina para tu papá! -le ordenó Carmen.

-¡No, que no vaya! –gritó como pudo Marco, los ojos suplicantes.

-Andá, Andrecito, por favor –volvió a pedirle la madre.

Ahora el aire, milagrosamente, iba entrando con normalidad en los pulmones de Marco.

-Están ahí, en el living -dijo como confundido todavía entre dos mundos mientras se pasaba la mano nervioso por la garganta-, Mariano Rosas, El Negro Alberto, Relmo  y el hijo del Mugrita están en el living, y me miraban, y… y… –Marco recuperando un poco la calma observó la cara de Carmen, la de Micaela, la de Andrecito. Ellos también lo observaban, con tristeza y preocupación, como se observa algo raro, extraño, a un alienado.

Marco comenzó a reírse. Como un idiota. Como un reverendo idiota. Su mujer lo miraba sorprendida.

-Para vos es fácil arreglar las cosas –dijo al rato Carmen-. Nos vas a volver locos a todos. Y seguí comiendo como rabioso mientras ves esos noticieros de mierda. Después rumiás la comida como las vacas.

Pero, como siempre, Marco no escuchó a Carmen.

Marco reía, se tocaba la garganta y se miraba la palma de la mano derecha.

Reía, sólo reía.

Más tarde, la risa fue un recuerdo.

Los perros ladraron.

Lejos de la escena doméstica, afuera, en la calle, cuatro tipos, envueltos de madrugada y de frío, miraron para el interior de la casa de Marco y se comentaron, por lo bajo, que era un buen lugar.

Para otra oportunidad, era un buen lugar, por lo bajo, se comentaron, envueltos de madrugada, de frío, de hambre, y de bronca, cuatro tipos.

El objetivo, hoy, era otro.

Los perros siguieron ladrando.

Los perros aullaron.

Lánguidamente, un manto de silencio se depositó en el aire como la fina helada sobre los lomos de las casas.

 

Datos biográficos.

Mario Gallo (1958), escritor, traductor y profesor de Lengua Extranjera Inglés.

Colaboró y publicó en el suplemento cultural del diario “El Tiempo” de Azul y, eventualmente, en el suplemento cultural del diario “El Diario” de Escobar.

En el año 1997 recibe el primer premio en el primer concurso de cuentos “Así cuenta nuestra gente” organizado por la Biblioteca Pública Popular Municipal “Arturo Humberto Illia” de Escobar por su cuento Retrospectiva.

En el año 1998 su cuento Tren recibe una mención especial en el segundo concurso de cuentos“Así cuenta nuestra gente” organizado por la Biblioteca Pública Popular Municipal “Arturo Humberto Illia” de Escobar, el tercer premio en el primer concurso literario“Los Juegos Florales” organizado por el Centro Cultural City Bell y el segundo premio en el concurso literario anual de cuento y poesía organizado por la S.A.D.E. N.E.

En el año 1999 su cuento Revelación a orillas del Luján recibe un primer premio y varias menciones en distintos concursos nacionales, publicándose en una antología con distintos autores de todo el país auspiciada por la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación.

En el 2000 publica  el libro de cuentos Revelaciones a orillas del Luján”.

Actualmente tiene a su cargo la columna Naturaleza y Cultura del mensuario El Cazador.

 

 Jorge Zaccardi, dibujante, pintor, grabador, ceramista y profesor de Educación Plástica y Cultura y Estética Contemporánea.

Recibió distinciones del Rotary Club Internacional (1972); de la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos (1977); de La Hora Actual, periódico independiente, y de la Asociación de Periodistas del Partido de Escobar (1994) y de la Dirección de la Casa de la Provincia de Buenos Aires (1995).

Expositor desde el año 1955, ha participado regularmente en numerosos Salones Nacionales y Provinciales, en Direcciones de Cultura, Ministerios, Bancos, Complejos Culturales, Universidades y Museos de la Argentina, en muestras colectivas e individuales, así también como en el exterior.

Poseen algunas de sus obras la Tama Art University Museum de Tokio, Japón; la Biblioteca Octavian Goga del condado de Cluj y el Special Colection Department de la ciudad de Cluj, Rumania, y el Museo de Artes de la ciudad de Santa Rosa, prov. de La Pampa, Argentina.

Recientemente, ha sido incluido en el Diccionario de Artistas Plásticos 2002 y en el libro Argentina en el Arte (Ed.Institucionales).