Lenguaje inclusivo, ¿un pretexto para imposiciones?

Por D. Luzuriaga (barrio El Cazador); autor, traductor y docente

Como bien sabemos, han surgido desde hace ya algún tiempo en sociedades de habla hispana iniciativas que proponen modificar el uso habitual del género masculino para los casos plurales y mediante una perífrasis algo engorrosa se empeñan en adosar a la frase el género femenino, a manera de apéndice (“los funcionarios y las funcionarias”); cuando no se obstinan en superponer ambos artículos definidos (“las y los  legisladores”). No les alcanza a ciertos dirigentes y militantes con pretender que su reforma se aplique a aquellas palabras que en efecto sí se diferencian por su género (maestros y maestras),  pues no conformes con ello extienden asimismo su campaña contra la presunta opresión machista de nuestra gramática castellana  hasta abarcar casos donde el sustantivo es neutro, llegando nuestros empleados públicos a proferir micrófono en mano “docentes y docentas” y demás ocurrencias que  hoy ultrajan a la lengua de Cervantes.  Si en la Argentina se ha instituido últimamente el término “vicepresidenta”, correspondería -en pos de la coherencia- que incurriésemos también en neologismos como “representanta” o “delincuenta”.

Los criterios normativos que apuntalan al idioma suelen coexistir en simultáneo: el “buen decir” arraiga y va forjándose mediante el empleo que los hablantes educados hacen de él al comunicarse en sociedad; por los lineamientos maleables y  cambiantes que vayan fijando la R.A.E. y demás organismos académicos en consonancia con los usos de la época; por imperio de la tradición y también según lo acuñado o lo innovado en obras literarias relevantes que forman parte de nuestro acervo.

Conscientes somos que el idioma es un vasto tesoro colectivo, variopinto y mutable, teñido de regionalismos  válidos y de amplios registros. No sólo es capaz nuestra lengua de plasmar las ideas más disímiles, elaboradas y complejas hasta los umbrales mismos de lo inefable, sino que en ocasiones se traslucen en ella prejuicios y arbitrariedades  propios de su tiempo y su entorno. La evolución anida en la Naturaleza y es su motor de transformación; lo mismo parecería ocurrir con la civilización humana, donde el lenguaje oral y el escrito desempeñan un rol principalísimo en el desarrollo intelectual y social de cada pueblo.

Ciertamente, no todos los idiomas discriminan el género entre aquellos sustantivos que carecen de sexo (ej: la silla, el sillón); diferencias no fundadas en la lógica y en gran medida antojadizas pero que condimentan  con sus caprichosos sabores a nuestra lengua castellana y a otras varias. En inglés ni chair ni armchair denotan género alguno, lo cual supondría una ventaja en términos racionales y de aprendizaje. Ventaja que pronto parece esfumarse al comprobar que el inglés es bastante incapaz de discernir entre amigo y amiga pues la neutra palabra friend engloba de manera algo tosca a los dos y lo mismo sucede con la mayoría de los sustantivos y demás categorías de palabras en dicha lengua –hoy devenida código internacional-, donde el género neutro es predominante incluso al referirnos a personas o a animales, en contraste con el español.

Cabe señalar que palabras como color y puente –entre otras – solían ser femeninas en el castellano antiguo y todavía lo son en lengua portuguesa, tan estrechamente ligada a la nuestra. Se percibe así cómo la existencia del fenómeno trans-género afecta a algunos vocablos castizos desde mucho antes de la actual ola de revisionismo lingüístico y amorfismo sexual que algunos activistas sociales impulsan con un fervor acaso digno de mejor causa en su declarado afán reivindicativo de la mujer y de ciertas minorías “no binarias”.

Desde el punto de vista estrictamente idiomático, no veo mal que ciertos grupos de hablantes  propongan una forma plural neutra con desinencia en la vocal E a los fines de lograr una mayor inclusión o exactitud, cuando nos referimos a grupos de género mixto (“vecines” sería un caso),  pues en castellano la A suele señalar al género femenino y la O designa mayormente al sustantivo masculino, por más que existen excepciones. Sé que a muchos hispanohablantes de diversas latitudes la hipotética adopción de dichas formas plurales con E les resulta un tanto irritante, o poco menos que inaceptable.  El apego a las costumbres es por demás poderoso y el idioma posiblemente sea nuestra más preciada tradición. Dicho esto, desde mi óptica particular lo preferible sería dejar librado al arbitrio del tiempo que se decante –o no- la posibilidad de expresar aquellos plurales mixtos por medio de la vocal E, para llegar  a admitirse de manera oficial solamente ante la  eventualidad de que una porción significativa o mayoritaria de hablantes eligiese adoptarla en su uso cotidiano con el correr de los años. Sin embargo, una adopción semejante obligaría a otras adaptaciones léxicas tampoco contempladas en nuestra gramática,  cuando se  propone a la vez introducir la palabra “les” en calidad de artículo neutro para que acompañe a dichos plurales con E; pero sucede que “les” es el pronombre ya existente que designa al complemento u objeto indirecto y por consiguiente un uso de “les” a manera de artículo no resultaría ya tan atinado sino confuso, en claro desmedro de la precisión si es que la misma de veras les importa a les neoparlantes.

En cuanto a las excepciones apuntadas, palabras españolas terminadas en A tan habituales y frecuentes como clima y día se encuadran en el género masculino, mientras otras que terminan en O como mano y –en su acepción de difusora- radio se consideran palabras femeninas. Cabe mencionar asimismo numerosas ocupaciones tales como periodista, dentista, psiquiatra o poeta que terminan en A aun cuando abarcan a ambos sexos y en singular designan por igual a mujeres y a hombres, sin que hasta el momento taxistas ni electricistas masculinos se hayan lanzado por las calles reclamando un desagravio a su virilidad.

A estas alturas del análisis resulta difícil soslayar que el movimiento que con tanto ardor y denuedo  impulsa este “neohabla” en nuestra Nación -y en países como Venezuela-  posee implicancias políticas manifiestas cuando desde ministerios y en los discursos públicos se usa y promueve esta sintaxis aparatosa y reñida con cualquier elegancia en el estilo, donde la síntesis resulta elemento primordial. Dichas variantes desmañadas son nocivas en tanto chapuzas verbales que horadan la salud y la integridad de nuestro principal activo cultural, la lengua castellana, por todos compartida.  Es dable sospechar –conociendo las tendencias absolutistas de sus trasnochados ideólogos- que al igual que en otras ocasiones el denominado “lenguaje inclusivo” esconde intereses espurios a la manera de un caballo de Troya.  Es preciso recordar que aquellas facciones políticas que se desgañitan en impulsar estos circunloquios lingüísticos en nombre de una supuesta  igualdad de género suelen tomar como sus modelos a regímenes afines al ideario comunista (Cuba, Rusia)  donde las minorías sexuales han sido sistemáticamente perseguidas -y lo siguen siendo aun hoy-  bajo la tiranía política y en donde -transcurrido más de un siglo desde la revolución bolchevique- jamás una mujer ha desempeñado la jefatura de Estado, en ninguno de los países donde el comunismo ha detentado el poder.

Los recientes anuncios del gobierno argentino de que planea asignar sus pautas publicitarias según cumpla cada medio periodístico con la llamada “inclusión de género” sólo alimentan suspicacias respecto de sus reales intenciones de  procurar por enésima vez disciplinar y domesticar a los díscolos medios de prensa, por mucho que alardeen sus voceros de un igualitarismo falaz.