Por siempre Quino

“La brevedad es el alma del ingenio” dictaminó el certero W. Shakespeare; e ingenio a raudales supo sintetizar el mendocino Joaquín Lavado, universalmente conocido como Quino. Si el humor es un intento por reconciliarnos con los escollos de la vida, una forma de metafísica sabrosa y risueña, una alquimia de la inteligencia, Quino ha sido aquel pensador que disfrazaba de comicidad sus reflexiones  agudas y solitarias para compartirlas con nosotros sus lectores y mediante un puñado de viñetas nos convirtiésemos en sus amigos, merced a su marca registrada, siempre benigna y nunca corrosiva.

Fulgurante el éxito de Mafalda, en aquellos años 60 que pese a las asonadas militares munidas del “palito de abollar ideologías” aparece en la memoria como una década un tanto naif en contraste con lo que después llegaría. Épocas donde imperaba la “familia tipo”, con su padre rutinario oficinista y madre convencional ama de casa que ya padecía la inflación (“sunescán, dalunabuso”), con el logro que significaba la adquisición del Citroen 3cv para la clase media, las compras en el almacén de barrio, la almidonada escuela pública que aún cumplía su finalidad  y la calle en donde los niños jugaban sin mayor peligro.

Aquella galería de personajes infantiles no estaba en rigor destinada a los niños de entonces, ya que los chiquilines desconocíamos palabras como “burocracia”, nombre de la tortuga de Mafalda y un sinnúmero de referencias adultas (Viet Nam, la ONU). Si bien su heroína  fue esa pequeña inconformista -resumen de una juventud que todo lo cuestionaba-, eran sus arquetípicos compinches quienes enriquecían sus andanzas, formando una memorable pandilla. El inseguro Felipe, el materialista Manolito, el soñador Miguelito, la burguesa Susanita, la impredecible Libertad, el anárquico Guille (“Ez increíble todo lo que guarda en zu intediod un lápiz”).

Por más que las creaciones iniciales de Quino causaron furor y pronto pasaron a ser parte de la cultura colectiva, nuestro entrañable dibujante no dudó en dejar atrás el éxito de su tira para emprender un viaje libre de encasillamientos donde pudiese dar rienda suelta a todo su caudal de ideas e inspiración.

La línea ya había alcanzado su madurez y maestría para ir desgranando “chistes” sobre esperanzados náufragos, matrimonios resignados, jefes y subalternos, cavernícolas que pagaban tributos, inventores incomprendidos, artistas absurdos, objetos y animales, aspirantes a tiranos, industrias nocivas, contradicciones y conflictos de clase que animaron un sinfín de situaciones y personajes  con su estilo siempre reconocible, más allá del trazo. Lejos de rehuir cuestiones serias y dolorosas, con sensibilidad e intrepidez intelectual abordó el paso del tiempo y la finitud de la vida, temas centrales de la filosofía, de la cual Quino fue exponente contemporáneo.

Vigente se mantuvo Quino durante décadas, pues sus poderes de observación jamás mermaron y siempre tuvo algo más para decirnos. Le animaba, qué duda cabe, un anhelo de justicia tan ferviente como el de su criatura Mafalda, aunque su tono fuese siempre tan discreto, sencillo y humilde como su personalidad y estilo de vida.

“A mí no me grite” fue el título de su primer volumen, tras abandonar las tiras iniciales. Y la voz suave de Quino nos interpela con mayor elocuencia que un torrente de sonoros discursos desde el púlpito,  que este artista tan profundo como juguetón siempre se resistió a ocupar.  Si bien no tuvo hijos, la descendencia gráfica de Quino seguirá viva entre nosotros, como familiares cercanos.

D. Luzuriaga – El Cazador