Historia de una pasión*

Por Liliana Witteveen de Auci (†)  y Mario José Auci

Pasión por la naturaleza, que comenzó en nuestra juventud, cuando paseábamos por las montañas, con una mochila a cuesta, y siguió toda la vida haciendo camping por muchos lugares del país y en el extranjero.
Esa misma pasión nos acercó a un grupo de gente que se nucleaba en el Club Andino Buenos Aires, ¡que no tiene montañas! En esa época, la década del 50 del siglo pasado, ese grupo se reunía alrededor de la chimenea del barrio El Cazador. La zona estaba abierta y se realizaban campamentos, así como técnicas de montañas en los restos de la construcción pertenecientes a la fábrica que allí había existido hacia fines del siglo XIX.
Así, relacionándonos con ese grupo conocimos El Cazador, y luego decidimos acampar solos, en terrenos abiertos de la zona, quedando siempre atrapados por el entorno del lugar.
Con referencia a esa gente maravillosa que son los amantes de la vida al aire libre y de las montañas, quiero transmitir una anécdota relacionada con nuestro barrio. En aquella década del 50, se produjo en Argentina un hecho importante para la gente de la montaña, pues, por primera vez, se llegó a la cima del monte Fitz Roy, ubicado al Sur del país. Es una montaña muy difícil para escalar, ya que para vencerla era necesario reunir a dos especialistas. Llegaron por primera vez a la cima un italiano y un francés, ambos muy especializados en diferentes tipos de escalada. El hecho conmovió al ambiente internacional, y cuando volvieron a Buenos Aires, para trasladarse a sus países de origen, el Club Andino Buenos Aires los agasajó con un asado que se realizó al pie de la chimenea. Luego, como buenos hombres de montaña, la escalaron en un ambiente de amplia camaradería y regocijo. Cuando volvió a Europa, el francés escribió un libro que se llamó “El asalto al Fitz Roy”, y en un fragmento comentó el asado en Buenos Aires y la escalada de la chimenea de El Cazador, que para él, como avezado andinista, no había resultado fácil de subirla. Así es que El Cazador quedó impreso en un hecho de renombre mundial.
Cómo vinimos a vivir al Cazador constituye en parte un hecho fortuito, motivado por nuestro impulso de vivir en un ambiente natural. Nuestro lugar de residencia era entonces San Isidro, que lentamente estaba perdiendo su encanto de zona independiente, para conectarse cada vez más con el Gran Buenos Aires. Algunos hechos nos fueron marcando negativamente: el agua que teníamos hasta entonces era corriente y de muy buena calidad, fue conectada a la red de Buenos Aires, y ya no se pudo beber más. La calle, que era un viejo camino empedrado, fue asfaltada en nombre del progreso. Y así convivimos con el ruido y el timbre del teléfono que interrumpía nuestra intimidad.
Ya no nos sentíamos allí a gusto. Otra razón fue económica. Cuatro años atrás había visto en el Banco Provincia, un letrero que promovía un sistema de ahorro y préstamo. Esa misma noche le propuse a mi esposa “hacer lo que
muchos no hacen: ahorrar”. Así lo hicimos durante cuatro años. Repentinamente, todas las circunstancias se tornaron favorables: un aviso en un diario anunciaba la venta de un terreno en El Cazador con una pequeña construcción de 36 m2. Vinimos a verlo y fue un amor a primera vista. El lugar cumplía a la perfección con las pautas por nosotros deseadas: no había teléfono, ni agua corriente, ni calles asfaltadas, y un buen entorno natural.

La mudanza

Así, en el año 1974, y después de una lucha a brazo partido con la burocracia y el banco, logramos adquirir la propiedad y nos mudamos al otro día con nuestros tres pequeños hijos. Amigos y parientes no nos podían creer por irnos a vivir tan lejos. Pero nuestro entusiasmo fue tan grande que nada nos detuvo.
Luego comenzó la lucha por agrandar la pequeña vivienda. Nuestro criterio era simple: así como el hombre primitivo vivía siempre en su medio ambiente y, al oscurecer, buscaba una cueva, nosotros queríamos “vivir” en el jardín y usar la casa como mero refugio.
Un amigo arquitecto planificó la ampliación de la misma y comenzamos a construir. Mi esposa se “improvisó” como capataz de obra e inmediatamente se dieron hechos curiosos: el primer día de trabajo yo me encontraba en mi oficina y mi señora recibió a los albañiles, quienes, por considerarse “oficiales” no estaban dispuestos a bajar los ladrillos del camión. ¡Era ella quien debía hacerlo! ¡Y lo hizo! En otra ocasión un techista que estaba montando una viga de manera errónea, recibió la observación por parte de mi esposa. “Qué sabrá esta mujer de techos”. Finalmente, tuvo que olvidar su posición machista y reconocer que ella tenía razón.
Así llegamos a tener una casa más o menos completa. Siempre falta algo, pero como dice el refrán chino: “Cuando se acaba la casa, se muere el dueño”.
Un asunto importante era la movilidad. El automóvil que teníamos lo usaba yo para ir a mi trabajo. Por lo tanto, mi esposa se quedaba sin posibilidades de movilidad. Un día, circulando por la calle Charcas en Buenos Aires, vi un auto en venta que me gustó de inmediato. Era un Packard año 1938, un vehículo muy noble. De esta manera, pudo movilizarse por todos lados y emplearlo también para la compra de materiales de obra y las necesidades domésticas en general. Ella se las ingenió muy bien para hacerlo funcionar durante varios años. En esa época no teníamos garage y lo guardábamos debajo de una chapa improvisada. A pesar del frío de invierno, del viejo motor de ocho cilindros y el aceite congelado, mi esposa nunca tuvo dificultades en hacerlo arrancar. Un día supe porqué. ¡Al levantarse sacaba la estufa eléctrica, la colocaba debajo del motor y a la media mañana partía!
Con el transcurso de los años sentimos también la necesidad de satisfacer nuestras inquietudes culturales. Y dado que la actividad cultural se desarrollaba en la ciudad de Buenos Aires, distante y sin atracción para nosotros, nos acercamos con esa inquietud, primero, a la sociedad de vecinos, sin obtener un eco favorable, hasta que finalmente resolvimos agrupar a amigos y a vecinos, y constituimos nuestro propio grupo. Nos reuníamos periódicamente y mi esposa coordinaba la convocatoria y los temas a desarrollar. Hasta el día de hoy seguimos reuniéndonos, y realizamos teatro leído y ensayos, entre otras actividades.
Hoy, después de todos estos años y vivencias, nos sentimos reconfortados y orgullos de transitar esta experiencia maravillosa, que es nuestra vida plena en El Cazador.
* Publicado en el periódico El Cazador en noviembre de 2002.