El último

Por R. Marcelo Román (Barrio El Cazador)

Los dos sabíamos de este momento, sin que ninguno de los dos pudiera realmente hacer nada al respecto. Inevitablemente el triste momento se avecinaba y aunque se trataba de una situación irremediable y que superaba nuestros deseos que las cosas fueran diferentes, ya no había vuelta atrás.
Muchos otros antes que nosotros habían pasado por un momento en el que decidieron dejarlo. En cambio lo nuestro no fue por nuestra elección. La sociedad, los tiempos, la economía, las redes, hasta la ecología, nos obligaban a vivir ese infausto día. La fidelidad de décadas en este caso ya no pudo sostenerse.
Podíamos entender que se trataba de algo necesario pero por otro lado era el fin de un ritual que generación tras generación se fue transmitiendo y que hoy se terminaría en forma definitiva.
Muchos recuerdos de infancia se venían a mi mente donde los mayores realizaban ese acto con solemnidad pero con el disfrute de un íntimo placer que no podía ser interrumpido y que iba acompañado de una taza de café y un ambiente tranquilo para no perturbar ese clima especial.
A veces se hacía en las casas y también en bares donde el silencio se respetaba mientras el día avanzaba moroso, como en puntillas de pie, para no molestar en esos ensimismamientos tan particulares. Algunos lo acompañaban de otro placer, ahora muy mal visto y hasta prohibido, de fumarse un cigarrillo.
En la adolescencia esperábamos el momento que quedaba liberado para tomarlo nosotros y darle nuestra propia mirada, empezando generalmente por el final, dónde se hallaba lo más divertido.
Apenas unos años más y recuerdo estar volviendo de los bailes y boliches cuando todos se despertaban y en el camino a casa pasar a buscarlo para ser el primero antes que el resto de la familia se lo dispute en el desayuno.
Más adelante fue un gran aliado que me ayudó a buscar trabajo o para comprar un auto descrito en apretadas letras, también fue un buen compañero en los viajes en tren y colectivo.
Con el tiempo, a mi vez, me volví ese señor mayor que esperaba el momento de disfrutarlo a solas, temprano y en silencio.
En su momento a mí hijo pequeño lo senté en mi falda para juntos descubrir ese ritual, pero ahora ya no habrá otra generación a quienes transmitírsela.
Hoy, es ese día que sabíamos que llegaría. Tarde o temprano llegaría.
¡Qué difícil no sentir casi lo mismo que se sentiría al perder un entrañable amigo! Tantos años, tantas anécdotas y experiencias, tantas sensaciones, tantos personajes y lugares, tantas adrenalinas de tantos triunfos y pesares…
Tanto de un tiempo en el que se apreciaban las cosas sin esa vorágine de imágenes y bombardeo de información que se volvían tangibles cuando el tacto recorría esa particular textura y sentías ese aroma tan propio que emanaba.
Me preparé especialmente. Mentalmente. Quizás alguno en casa pensó que era algo exagerado pero yo mismo aunque entienda las razones y las comparta, no puedo no sentir que es un momento que se vive con cierto dejo de tristeza. Un duelo necesario.
Finalmente, llegó, tan puntual como siempre. El día recién empezado estaba diáfano y luminoso, no era un día para despedidas.
Cruzamos una mirada de nostalgiosa complicidad. Apenas me vio, me dijo: «Hoy, en cada casa que visité, salieron a recibirme».
Mi canillita y yo nos saludamos por última vez. Sonreímos con resignación y antes de despedirnos puso en mis manos el último ejemplar del diario impreso en papel. El fin de una era. El inicio de un necesario cambio.