El caso Vicentín visto con otra óptica

Por el Dr. Marcelo L. Soto

Lo ocurrido el 20 de junio constituye un llamado de atención que el gobierno, en su inveterado autismo, se niega a reconocer.

Las acciones del presidente y su entorno generan en los argentinos,  que sin distinción de clases sociales trabajan, producen, invierten y día a día le ponen el hombro al país,  cada vez más desconfianza y temor por lo que se perfila “puede venir”, por cuanto la tan negada “venezolización” de nuestra nación se presenta con un margen de certeza cada vez mayor a la luz de los actos y hechos producidos por un gobierno que la colocan cada vez como más cercana y probable.

Sin ir demasiado lejos en el tiempo ni adentrarnos en el pensamiento ideológico de los oscuros personajes enquistados en la administración conducida por Alberto Fernández (¿o Cristina Fernández?), recordemos el proyecto de la diputada kirchnerista Fernanda Vallejos para que el Estado se quede con parte del capital accionario de las empresas afectadas por el coronavirus que pidieron asistencia para poder pagar salarios.

Fue tal el ruido que el proyecto en cuestión generó, que el presidente tuvo que salir a calmar las aguas diciendo que “como la economía del mundo se dio vuelta, tenemos la oportunidad de diseñar un nuevo país con un sistema en el que no tengan cabida esas ideas locas de que queremos quedarnos con las empresas o perseguir a los ricos”.

Sin embargo, fiel a su estilo, a los pocos días el primer mandatario borró con el codo lo que escribió con la mano al anunciar su decisión de expropiar la empresa Vicentín sin tener en cuenta las opiniones de su ministro de Agricultura, del gobernador de la provincia afectada, de los líderes agrarios más cercanos al Gobierno, de su ministro de Economía y del juez que conduce el concurso preventivo.

Como era de esperar, la voz del pueblo no tardó en hacerse escuchar y el sábado pasado salió masivamente en distintos puntos del país a repudiar su decisión, pero no en defensa de la empresa Vicentín sino en defensa de la Constitución y de un modelo de país que respete además de la libre empresa y el derecho de propiedad contemplado por sus arts. 14 y 17, la separación de poderes, la forma de gobierno representativa, republicana y federal y los derechos y garantías consagrados en nuestra Carta Magna para todos los hombres del mundo que quieran habitar en suelo argentino, cuyo conocimiento por parte del presidente ha quedado en tela de juicio después de la desafortunada respuesta que le diera a la periodista Cristina Pérez y de la opinión que, dándole la razón a esta última,  brindaron prestigiosos constitucionalistas dejando al descubierto un presunto (o no tan presunto) avasallamiento por parte del mandatario a los principios generales del Derecho Constitucional, al inmiscuirse en cuestiones judiciales y amenazar al juez con que “si no da el visto bueno a la nueva propuesta que hizo el gobernador de Santa Fe, Omar Perotti, de aceptar a sus interventores, avanzará con la expropiación” (sic).

Si a esto le agregamos el malestar generalizado provocado por tres meses de aislamiento social, la caída de ingresos, la pérdida de fuentes de trabajo y la falta de un plan que explique al ciudadano como vamos a salir de la crisis económica que ya nos tiene, como dirían los italianos, “con la merda fino al mento”, creo  sin temor a equivocarme  que el gobierno está jugando con fuego por cuanto no se trata ya de si queremos volver a padecer la ineficiencia del estado empresario de la segunda mitad del siglo pasado sino de algo mucho más profundo y grave que hace a la propia existencia de nuestra nación tal como la concibieron los constituyentes de 1853.