Conectar para Desconectar, ¡nuestro Rincón Literario!
Conectar para Desconectar, ¡nuestro Rincón Literario!
Bienvenidos a «Conectar para Desconectar», un Rincón Literario donde podrás viajar por nuevas sensaciones y emociones a través de notas y poesías de autores locales.
Coordinadora: Rita Frank.
Este sábado a las 18: 2° edición de Arte en Maschwitz
Expone Diego Hoening. Músico invitado: Roly Fernández.
Lectura en vivo – Entrada libre y gratuita
En Quinta Los Tilos, Avellaneda 1269, Ingeniero Maschwitz.
Organiza: Espacio Alquimia – Curaduría: Víctor Medrano
Soñó
Andrés despertó y se vio envuelto en una túnica negra que le acariciaba la piel. Su mente se sumergió en un río profundo. Allí se encontraban recuerdos adormecidos por las drogas que le embotaban las noches y a su tranquilidad esa que escasamente se hacía piel, se la llevaba huracanes de pesadillas que rozaban lo maquiavélico y dantesco.
Dante, Nicolás, príncipes poetas, gatos naranjas que miran en la oscuridad y un piano ligero que lo hacía desandar caminos que lo traían de vuelta a casitas de papel, que se caían con el primer viento de sudestada. Las olas de un mar bravío y frío lo traían, a embestidas, al preludio de su vida tal como la conocía.
En aquel lugar, en ese preludio, la veía en una playa calurosa y simple y advertía que, una mano, una mano que solía agarrar la suya con fuerza y parsimonia, ahora tomaba otra mano, diferente, no la suya y un sollozo se escuchaba y un velo se corría de sus ojos y podía ver, como remolinos de sentimientos le agujereaban el corazón, aguijones de viento y de pasión pasada que carecían de rencor, de odio y de miseria.
Andrés despertó y olió un perfume de madrugada gélida. El frío le carcomía las orejas. Sentía el cuello tomado por una mano que no existía y un aliento caliente le besaba la espalda. Al girarse entre las frazadas que lo cubrían encontró una silueta marcada en un colchón que no parecía el suyo.
Un sollozo, gatuno esta vez, clamaba detrás de una puerta blanca y sudada. La humedad, en aquella cueva-casa donde estaba, calaba en sus huesos y lo hacía moverse con parsimónico dolor. Mierda de años que pasan y no dan tregua, se decía mientras sentía como la helada que posaba su manto sobre el afuera, también lo hacía sobre él, sobre ese mundo que era su cuerpo. Un mundo enfermo y raquítico.
Cuando logró salir por fin del cúmulo de mantas que lo arropaban se dirigió hacia la puerta en medio de una penumbra apenas iluminada por una luz blanquecina y mortuoria que venía desde el jardín. Sus dedos índice y corazón tañaron el agua que brotaba de la puerta. Andrés la sintió fría como todo allí.
El sollozo que no frenaba seguía llamándolo desde el exterior. Andrés, decidido, posó su mano sobre el picaporte, lo bajó y con un leve esfuerzo, cedió. Por entre sus piernas, un gato atigrado, con una mezcla de colores algo extraña, se enfiló hacia un poco de comida que yacía en una pequeña tapa de lo que había sabido ser un pote de helado y empezó a comer.
Una voz, que no recordaba recordar, le empapó el oído, le masculló unas palabras con un susurro invitante y él sintió desvanecerse.
Andrés despertó y un sol invernal encandiló sus ojos rojos. Aquel haz de luz que alumbraba sin calor lo hizo desperezar bruscamente y escuchó un gemido felino y encrespado que lo insultaba. A sus pies, mirándolo con fastidio, estaba Camilo, un gato siamés que encontró abandonado cuando pedaleaba por un malecón que lindaba con un río feroz y enorme. Al mirarlo, al observar sus ojos coléricos, llevó una mano hacia su pelaje y el gato, sin miramientos, le atinó un arañazo con sus garras punzantes.
De su mano comenzó a brotar sangre que en un santiamén manchó la frazada naranja de la cama. Andrés, desconcertado y obnubilado ante el ataque, observó la sangre que corría con rapidez y prisa, como aquellos caudales de agua que bajaban violentos y decididos por laderas de montañas que en otra vida había conocido. Camilo lamía con calma su pata algodonada. El rojo intenso que emanaba de él, de su cuerpo tan mortal, lo hizo extraviarse en el evoco de un vestido con el que había soñado otra madrugada, algunos días atrás.
Aquel vestido brillaba en una sombra morena y tentadora que lo llevaba consigo. Él veía las piernas morochas y subía, con su mirada, hacia una pérfida lujuria que portaba el perfume de aquella piel, y que luego se perdía en las caderas para pasar por su ombligo y llegar a sus pechos. Tres dedos finos lo tomaban de la barbilla y hacían izar sus ojos hacia unos labios sutiles, una nariz respingona y puntiaguda y unos ojos que lo miraban fijo, con un fuego que pertenecía a su tiento, a sus dedos y a sus manos.
El erotismo le incendiaba el cuerpo. De la cama manchada de sangre él se levantaba para experimentar el gusto del infierno y también del amor. Ella, portadora de esa piel de ángeles caídos, bajaba con sus dedos y su mano por su cuello y lo sujetaba con una violencia pasiva. Su otra mano lo tomaba del sexo y lo acercaba al suyo. Él sentía una excitación que hervía en sus venas. Ella lo besaba y lo lamía, con desesperación y alevosía, para experimentar su pertenencia.
Andrés, entre visiones de fantasmas y senderos perdidos se observaba caer en un hechizo que sabía pagano y se dirigía, portado por ella que lo sujetaba aún del cuello y del sexo, hacia un ventanal que daba a un balcón que proyectaba un cielo celeste y naranja con sierras y montes lejanos. Ya fuera, apoyado sobre una baranda que separaba al abismo de su vida y sin mediar palabra, sin un mero gesto que pudiese hacer entender lo que acaecía, ella, la sombra, la silueta, el vestido rojo, la lujuria, los labios sutiles, los dedos finos, los ojos incendio, el perfume de la piel, lo arrojaban en caída libre mientras se llevaban consigo el brillo de sus ojos que la miraban con el mismo amor que alguna vez ella también supo sentir.
Andrés no despertó.
Miche
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